“Buenos días, hermano” me dice mientras me da un abrazo cargado de amor fraternal. El mismo abrazo que me ha dado en la madrugada del Viernes Santo en los últimos treinta años. Un abrazo que me emociona, igual que los muchos que doy al entrar en la iglesia antes de empezar la procesión. A personas que el resto del año saludo educadamente cuando me los encuentro, quizás con un apretón de manos y una charla breve, o incluso ni eso. Pero ese día son mis hermanos.
Levanto la vista y los miro con detenimiento y orgullo. Caras de sueño, concentración e ilusión. Aunque he vivido esta situación muchas veces me sigue sorprendiendo la emoción de todos los que estamos dentro de la iglesia. Creo que la más joven es una chica con un estandarte y el más mayor un señor con un farol. Habrá 50 años de diferencia entre ambos, la chica sale por primera vez y el señor, probablemente, una de las últimas. Me acerco a la zona en la que están los banceros. Algunos de ellos habrán llorado cuatro o cinco veces en su vida pero hoy tienen problemas para contener las lágrimas. Yo apenas lo logro.
Diferentes clases sociales, formas de ser, educación o aficiones. Nos apreciamos, si podemos nos ayudamos, pero no somos amigos. Con muchos tengo poco en común, quizás sólo esta Hermandad y esta procesión.
Salgo de mi ensimismamiento y escucho el ruido de los tambores y de los clarines. Se me pone la piel de gallina. Doy gracias a Dios porque hoy no llueva. Al Dios que llevamos hoy camino del Calvario para que lo crucifiquen.
Hora de salir. Toc, toc, levantamos el paso. Clack, clack, clack, las horquillas resuenan en la iglesia y el sonido se multiplica con el eco. Son las cinco de la mañana, todavía quedan horas para que amanezca. Enfilamos la puerta y la fuerte luz de la iglesia contrasta con la oscuridad del exterior. Cuando salimos de la iglesia nos bajamos los capuces, a partir de ese momento sólo voy a ver los ojos de mis hermanos. Es más que suficiente.
Paso horas de dolor, sufrimiento y paz. Pensando en los que se han ido pero me visitan a menudo. Tengo tiempo para reflexionar sobre muchas cosas. Toc, toc, paramos y apoyamos el paso en las horquillas, miro los ojos de mis Hermanos. Apenas cruzamos palabras, cada uno está metido en sus pensamientos. Toc, toc, levantamos el paso. Clack, clack, clack, suenan las horquillas. Pensando en cosas buenas y malas. Aguantando el dolor sin casi notarlo. Sé que será peor esta tarde y que los próximos días apenas me podré mover, pero vale la pena.
Despacio, muy despacio, veo las caras de las personas que están mirando la procesión. Los ojos llorosos de algunos de ellos me hacen llorar. Me limpio los ojos con el capuz.
Debemos llevar cinco o seis horas, estoy reventado pero feliz. Vamos a entrar en la Plaza Mayor. El ruido de tambores y clarines es ensordecedor, bailamos a San Juan y entramos. Las lágrimas corren por mi cara como si fuera una cascada. Escucho sorber a mis hermanos. Es el sentimiento de la pasión.
Toc, toc, paramos y apoyamos el paso en las horquillas. Nos quitamos los capuces para desayunar. Veo las caras descompuestas de dolor y emoción. Hacemos comentarios breves, estamos todos demasiado encerrados en nuestros pensamientos. Toc, toc, levantamos el paso. Clack, clack, clack, se escuchan las horquillas.
Ya en pleno día enfilamos la entrada de la iglesia para encerrar al Santo. Entramos. Toc, toc, bajamos el paso. La procesión ha terminado. Los sentimientos son demasiado contradictorios, la emoción, el cansancio, la pena de lo que se deja, la ilusión de lo que vendrá. La emoción es electrizante. De nuevo hemos sido hermanos.
“Buena procesión, hasta el año que viene”. Si Dios quiere.
Nota del autor: Soy hermano de San Juan Evangelista en Cuenca. Al igual que en el resto de España la emoción durante la Semana Santa es algo que trasciende a lo religioso, es un sentimiento cultural que une a millones de personas durante unos días. Este relato va dedicado a todos aquellos que se conmueven con ella, en especial a los hermanos.