Cada vez tengo más claro el deber de atender a las víctimas de todos los abusos, de la índole que sea y, en especial, a las que tengo más cerca, sin discriminación de ningún género. No es por afán de tranquilizar mi conciencia, sino por estar convencido de que la sociedad tiene que reconocer su dolor y acompañarlo. Es una cuestión de decencia y justicia la que nos obliga, so pena de ser incoherentes o impostores. A menudo somos torpes e ilusos. Leo a Antonio Miguel Utrera, herido en el atentado del 11M cuando tenía 18 años. Se niega a que aquel atentado sea ‘toda su vida’, sino una parte. Alude a las manifestaciones multitudinarias de solidaridad y dice algo que hay que saber captar: “La gente iba para honrar a las víctimas, pero también iba por su necesidad. Ese respaldo en la calle que ha quedado en la memoria no tiene una consecuencia directa en las víctimas. No critico a la gente, pero ojalá hubieran entendido que manifestarse el día 12 de marzo no hacía que yo el 5 de mayo estuviera mejor”.
He leído este testimonio en ‘Heridos y olvidados’ (La Esfera de los libros) donde se aborda la realidad de los supervivientes del terrorismo en España. Sus autores son María Jiménez (es doctora en Comunicación y fue una magnífica directora de comunicación de COVITE) y Javier Marrodán (periodista y profesor de la Universidad de Navarra). En otras cinco entrevistas a víctimas del terrorismo político: Alejandro Ruiz-Huerta siente cierto complejo de culpa por no haber muerto en la matanza de abogados de Atocha, en 1977; estuvo diez años sin hablar de ello ni en privado. Natividad Astudillo tenía 29 años cuando resultó herida en el atentado de la cafetería Rolando, en 1974; un año de baja, operaciones y “problemas psicológicos, que están escondidos y no son fáciles de reparar”. Ana Arregui, esposa de un ertzaintza herido en atentado, en 1995, recuerda la chulería desafiante de los terroristas durante el juicio. O Maribel Lolo, hija de un policía municipal herido en otro atentado, en Portugalete, 1978, y sometido a 30 operaciones. Maribel tenía solo 4 años. Olvidar no se olvida: “Me han robado la infancia”. “Mi padre no me volvió a llevar al parque ni al cine, no me vio cuando me tiré de cabeza por primera vez a la piscina olímpica, no asistió a mi primera comunión ni hemos ido a tomar una hamburguesa juntos”. Todo esto debe constar y ser escuchado.