Me ruge la panza y decido creerme que se debe a que tengo hambre, o a que estoy hambriento. Es mediodía y me encuentro con el pandero aposentado sobre una silla de plástico duro de color gris recubierta de un material de color burdeos que trata de imitar, en vano, al cuero.
Acabo de leer el último artículo de mi amigo Guillermo en la plataforma digital en la que somos compañeros literarios. Es algo valioso para mí. Todo sea dicho, me parece un articulazo el suyo. También he de decir que me tiene profundamente acostumbrado a que, por costumbre, valga la redundancia, así sea.
Se retoma la clase a falta de media hora de que esta se dé por zanjada. Aplazo momentáneamente la hora de comer literaria. Guillermo me había generado un tipo de hambre que algunos afortunados, de vez en cuando, tenemos la suerte de experimentar y que, unos cuantos menos, nos atrevemos a tratar de saciar, lo que es una pena, pues todo el mundo experimenta hambre a lo largo de su vida, ya que es algo humanamente común. Lo suyo es comer entonces.
Hay diferentes tipos de hambre. Hay hambres que duelen y hay otras que hasta dan gustirrinín. Hay hambres poderosas y hay hambres débiles. Hay hambres estáticas y hay hambres fluctuantes. Hay hambres continuas y hay hambres intermitentes. Hay hambres permanentes y hay hambres transitorias. Hay hambres frecuentes y hay hambres esporádicas. Hay hambres obvias y hay hambres difusas. Resumidamente, hay hambres y hambres.
Por tanto, cohabitan en el espacio y en el tiempo diferentes maneras de comer. Se puede comer ávidamente y se puede picotear de vez en cuando. Se puede engullir la comida y también se puede rumiarla. Se puede comer todo de una sentada y se puede comer a intervalos espaciados. Se puede cocinar la comida y puede comerse cruda. Se puede comer en compañía y se puede comer a solas. Se puede compartir la comida o puede uno comérsela toda. Se puede comer más o menos conscientemente. Se puede comer por comer y se puede comer por alguna razón. Se puede comer por llenar la panza y se puede comer para nutrir el cuerpo y el espíritu.
Sin embargo, sin comida, por mucha hambre que haya o por muchas ganas o necesidad de comer que se experimente, uno no puede llegar a efectuar tan básico proceso. Sin alimento, uno no come.
¿Qué comemos? ¿Cómo comemos? ¿Cuándo comemos? ¿Dónde comemos? ¿Por qué comemos? ¿Para qué comemos?
¿Cuándo uno deja de comer cuando come? ¿En qué momento uno decide no echarse un último bocado más a la boca? ¿Cómo se sienta uno al comer? ¿Lo hace siempre bajo las mismas circunstancias? ¿Cómo se siente uno al comer? ¿Lo hace siempre bajo las mismas circunstancias? ¿Qué necesita para comer además de comida? ¿Qué tiene a su disposición para comer? ¿De qué hace uso para ello?
¿Cómo le sienta a uno la comida cuando la come? ¿Y tras haberla comido? ¿Es esta natural y enriquecedora? ¿O es procesada y venenosa? ¿Es amplia o reducida su variedad? ¿A qué temperatura suele uno comerla? ¿Qué texturas y sabores son preferidos por cada uno? ¿Suele comer uno por los ojos?
Pregúnteseme: “¿Es comer vital?”
Respondería: “Comer tan solo permite que el hambre se ausente momentáneamente. Comer no es vital: la vitalidad depende de nutrirse.”