HABLAR DE LA GUERRA

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Hablar de la guerra siempre es difícil, incluso para un pacifista que nunca ha querido caer en el extremo de negar la realidad, como es mi caso. Hablar de muertos, de heridos, de destrucción y vileza con la única referencia de los números, con la única presencia real de los actores que los noticiarios nos acercan a casa en los horarios convenidos y con la duración tasada, es una tarea de complicada emoción.

Nos horrorizamos ante los horrores de la guerra, a veces mientras comemos, o comentamos el partido, o el chisme de última hora. Nos escandalizamos ante el dolor de los que nos muestran su emoción por sus muertos próximos, pero no nos duelen, no nos engañemos, esa punzada de repulsa, esa emoción fugaz ante el espectáculo, no es verdadero dolor, en los mejores casos solo es un pellizco ético a nuestra conciencia, a nuestra adocenada conciencia.

Hablar de una guerra que se encuentra a miles de kilómetros, con muertos que nos son ajenos,  y apenas se diferencian de los de las películas, de los de los videojuegos, y que se puede acallar pulsando un botón de un mando a distancia, es complicado, porque complicado es sentir el miedo, la desesperación, el espanto, de los que oyen como su entorno desaparece entre fuego y sufrimiento.

Hablar de la guerra, además de difícil, es inútil. Hablar de la guerra, así, de forma genérica, es arriesgarse a frivolizar sobre el dolor, sobre el sufrimiento, sobre el miedo, sobre el horror, sobre la estupidez, la estúpida locura, la estúpida y soberbia locura, de supuestos seres humanos que ocupan posiciones que debieran de usar para buscar un futuro próspero y seguro para los demás, pero que solo se preocupan de su propio y efímero bienestar, de la egolatría, de la autarquía, de la enfermiza pasión por el poder.

Que se calle la guerra

Que mi niño duerme
Y no quiero que el ruido
Me lo despierte.
Y no quiero que el ruido
Sea su muerte.

Que se calle la guerra,

Los estallidos,
Que mi niño duerme,
Que está dormido,
Y nada en su sueño
Podría herirlo.

Que se calle la guerra,
De muerte aullidos,
Que mi niño duerme,
Que está dormido,
La sonrisa en la cara,
El chupete asido.

Que se calle la guerra

Que me lo ha quitado,
Que mi niño ha muerto,
Que me lo ha matado
Otro pobre niño,
Un niño soldado.

Que se calle la guerra

Porque turba el sueño
De mi niño muerto,
De mi bien pequeño.

 

-Mi niño,

Muerto

Mi niño,

Rojo

De sangre,

Rojo

Mi niño,

Muerto.-

 

Ssssssssssssssshhhhhhhhhhhhhhh

Que se calle la guerra,

Que se está callando,
Porque no quedan niños.
Están soñando.

Escribía yo, hace años, encerrado en un despacho de la Capitanía General de Valladolid, preguntándome por qué estaba allí y no en Suiza, como objetor, tal como me había propuesto, sintiéndome más cercano que nunca a esa guerra de la que ahora me siento incapaz de hablar.

No quiero hablar de la guerra por no incurrir en la desfachatez, en la desvergüenza, de los que hablan de ética comparativa para justificar una agresión, con argumentos que buscan la provocación del agredido, la culpabilidad del agredido, la culpabilidad de la víctima. Hablar de la guerra es una veleidad intelectual tan repugnantemente frívola como lo es presuponer culpabilidades, o inocencias, que se acomoden a las ideologías personales de cada uno.

Yo no quiero hablar de la guerra, de ninguna, ni siquiera de esta, porque no quiero buscar inocentes donde lo único que hay es muerte, frustración, dolor, miseria. Porque no quiero buscar culpables, grados de culpabilidad, donde todos los son. Porque no quiero sentirme culpable por sentir simpatía, no empatía, por los que son más débiles, por los que pierden, por los que mueren. Porque me niego a odiar al que muere matando, a pesar del odio que me inspira todo el que mata.

No, definitivamente, no quiero hablar de la guerra, ni siquiera de las inevitables, ni siquiera de aquellas en las que yo mismo me erigiría en combatiente por sentirme agredido, en peligro.

Hablar de la guerra es reconocer que existe, es reconocer que es inevitable, es reconocer que puede haber razones, motivos, argumentos, para que se desencadene, y yo estoy convencido de que ninguna razón justifica una sola muerte, y menos a manos de una muerte reglada.

No, no, no, no. No quiero hablar de la guerra. No voy a hablar de la guerra.

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