Cuando hablo con la gente que tengo alrededor y digo que no estoy de acuerdo con ciertas medidas gubernamentales, más que con las medidas con la forma de no explicarlas y con la vaguedad de su aplicación, muchos me miran raro, como si fuera una suerte de insolidario o de temerario, o de ambas cosas.
No, no soy ningún temerario. Como casi cualquiera tengo miedo al coronavirus actual, como se lo tuve, y aún se lo tengo, al que nos trajo el SIDA, como se lo tuve, y aún se lo tengo, al causante de la gripe aviar, al de la peste bubónica y se lo tengo, y con él vivo a diario, a ese enemigo insidioso que es el cáncer.
Claro que le tengo miedo a todos esos enemigos de mi vida, claro que cada vez que miro a mi nieta, a mis hijos, a mi pareja, a mis amigos o a mis colaboradores, soy consciente de todas las cosas que creo que tengo pendientes y todos los proyectos vitales que me quedarían truncados si mi vida se acabase en este momento y todos los momentos que me gustaría compartir con ellos. Pero también soy consciente de que la mayor causa de muerte que existe en el mundo es el estar vivo. En realidad la vida es la causa universal de la muerte, y todos tendremos proyectos y vivencias truncados cuando la muerte nos visite. Todos salvo aquellos que eligen morir en vida, clausurar el futuro y dedicarlo a esperar lo “inevitable”, resignarse y dejarse ir.
Pero incluso estos tienen miedo, incluso estos sienten la llamada de ese instinto llamado supervivencia.
El problema del miedo, sobre todo si es ciego, sordo, ignorante y desinformado como el que se nos ha transmitido durante esta pandemia, es que puede gestionarse de muy diferentes formas, y esas formas no son necesariamente convenientes y constructivas.
Algunos gestionan su miedo negándolo todo, arrastrando su existencia a un desafío desaforado de ese peligro que no saben asumir de otra forma, y entonces se producen las conductas contrarias a toda recomendación o precaución. El exceso, la sobreexposición, sustituyen a cualquier tipo de cautela. Vivir peligrosamente es algo que el ser humano hace frecuentemente, por deporte, por aburrimiento, por miedo o por cantidad de otras motivaciones, ponerse en peligro es una actitud habitual para algunos individuos.
En el lado contrario están los que hacen del miedo el único foco de su atención, los que subordinan toda su actividad y pensamiento a ese miedo paralizante, enfermizo, destructivo, que los lleva a un pánico que niega la esencia de la vida misma. Un miedo que los anula y los somete hasta hacer de ellos marionetas manejables por los marionetistas de turno, desde los que venden elixires de dudosa eficacia, hasta los que alimentan ese miedo para sus propios fines, pasando por todo tipo de aprovechados de la debilidad ajena. Política, comercial, socialmente, el miedo es una de las más poderosas armas de las que valerse para someter la voluntad ajena.
Y entre todos los que sufren de ese miedo pánico, de ese bloqueo social producido por un mensaje interesado, están los que llevados por la justificación de su propia incapacidad de superar el miedo en el que viven hacen de su miedo una cruzada por el miedo ajeno, llegando, en algunos casos, a bordear el terrorismo informativo. Hacen de la irracionalidad de su miedo, en ocasiones justificado por pertenecer a grupos supuestos de riesgo, la base desde la que lanzarse a una causa general contra la sociedad que no los acompaña en su sufrimiento.
Hay en medio de estos dos extremos una casi infinita variedad de matices en la forma de enfrentar una situación que no está en nuestras manos resolver.
Es fácil entender los argumentos que se han aportado para justificar una gestión que ha hecho del miedo general su más eficaz instrumento. Es fácil entender que tal como se han orquestado las circunstancias se ha hecho a la población responsable del más que probable fracaso, al tiempo que los políticos se guardaban los triunfos logrados por los ciudadanos para adornar su orla triunfadora. Ha sido, para mi gusto, a pesar de todas las comprensiones, cínico, inmoral aunque eficaz, el encierro, extorsión moral incluida, al que la población fue condenada. Una población sin recursos de representación efectiva, sin información real del problema, sin información fiable de lo que sucedía realmente, sin otra conexión con la realidad cotidiana que las informaciones mediatizadas de los medios de opinión, que asomarse a los balcones a aplaudir, o el chantaje que sus propios conciudadanos protagonizaban. Chantajes, linchamientos, multas, todos los recursos que se alimentan de una desinformación masiva y la creación de un clima opresivo adecuado para ciertos fines.
No podemos decir que esa desinformación solo existiera a nivel de la calle. Ni los políticos, ni los científicos, tenían, posiblemente aún no la tienen realmente, una información veraz, fiable, de cómo el coronavirus se expande, se multiplica, ataca o que rastros deja a su paso. Se diría que su inteligencia, la del virus, desafía a la de los científicos que intentan atajarlo. Se diría que tiene una suerte de capacidad de adaptarse a las características personales de cada infectado, de tal forma que cierra los caminos a los estudios epidemiológicos basados en comportamientos característicos.
Pero tenemos que vivir con él, con el bicho, como vivimos con el cáncer, con los ictus o los infartos. Tenemos que integrarlo en nuestra vida cotidiana porque vivir permanentemente encerrados no es una opción, como no es una opción vivir en un permanente desafío.
Sin duda el primer paso para adquirir una normalidad de comportamiento, no una nueva normalidad, que espanto de concepto, ni una anormalidad permanente, es recibir con confianza y puntualidad la información sobre el conocimiento que se va adquiriendo sobre sus mecanismos.
Discuto habitualmente el uso de las mascarillas, no porque piense que son inútiles, que a lo peor lo son, sino porque se utilizan de tal forma que acaban convirtiéndose en un agravante en vez de en una solución, porque se usan como una muleta a la tranquilidad en vez de como un recurso puntual y medido, como debería de ser, por no entrar en el problema económico que supone para aquellos que menos recursos tienen.
El miedo es un recurso que los animales tienen para mantenerse en guardia e intentar soslayar los peligros que los acechan. Si se queda corto, el miedo, no proporciona los recursos intelectuales y fisiológicos que la naturaleza le proporciona para salir airoso de la situación, pero si es excesivo, desproporcionado, lleva a un bloqueo que lo convierte inevitablemente en víctima.
Yo comparto con vosotros mi miedo preocupación, que me impide sumergirme en la osadía, que me impide caer en el pánico inmovilizante, y que me mantiene alerta ante los focos de miedo manufacturado para hacer de mí, de todos, un muñeco manejable.
En mi opinión, un artículo, como mínimo, irresponsable.
Tires por donde tires y digas lo que digas, recurras a lo que recurras, ser ético está basado únicamente en un SABER VALORAR solo racional porque, sin irte a vetos o a desatenciones, tú vas decentemente un día y otro a ayudar al que ofrece sin confusiones todo ése amplio contexto que es lo racional, delimitado y aplicado bien, quedando siempre irrebatible, claro e incorrupto.
Por lo tanto, AYUDAR al racional o al que demuestra objetivamente razón o lo arbitrario-limpio (donde no sueles estar tú nunca al servir tú a todo menos a la razón, sí, no engañes, por seguro) es solo no ser un destructor del respeto, de la educación, de la honestidad, etc, ¡y basta ya de tantas mentiras que una y otra vez se defienden y vosotros también inmoralmente defendéis sin alma! Así es decentemente. https://es.quora.com/profile/Jos%C3%A9-Repiso-Moyano-2 José Repiso Moyano