A todo se acostumbra uno. A todo.
Al estómago contraído, a la pérdida de estímulos y a la pena mora del abandono. A la tristeza que no caduca y a la oscuridad de la nostalgia.
Se termina el drama, el llanto y la frustración, por supuesto, pero ahí es cuando el sedimento se posa, se hace fósil y forma una cuenca dentro de ti que, por suerte, a veces, se desborda por inundación, cuando llega la gota fría, la temporada de lluvias. Y cuando ya te has adaptado a estar empapada todo el día, a chorrear a todas horas, vuelve la sequía, y no pasa nada, porque también te conformas.
Hay un instante en el que sabes, que hagas lo que hagas, está todo perdido, se ha convertido en un vicio y no va a marcharse nunca. El desasosiego se ha quedado a vivir como un huésped moroso, dentro de tu cuerpo.
Lo confirmas cuando tus pies son de cemento y no puedes levantarlos, solo los mueves a base de arrastrar, de tirar de ellos. Cuando la cama está ocupada, pero fría, y no te tomas tú tiempo en la ducha, solo es un mero trámite para comenzar el día lo menos sucia posible.
A partir de ahí, vives con ello, arrancas con las uñas el vaho del espejo cada mañana, hasta que lo único que ves aparecer es tu cara legañosa y cenicienta, con la vida entrando en el tiempo de descuento.
Estás sola y mal acompañada, sabes que lo estás porque la experiencia de hacer lo mismo cada mañana te lo indica, pero aun así, no dejas de hacerlo, intentando encontrar lo que no existe. Tú tampoco estás porque ya no eres, eres otra persona.
Las acciones se postran de rodillas ante las reacciones que provocan, que siempre son las mismas, tanto las unas como las otras, a eso también te habitúas. A provocar el daño, a pensar que te lo mereces, a reclamarlo.
Y sigue sin pasar nada, no dejas de sonreír porque en el fondo piensas que bueno, que nadie se muere por nadie y si lo haces que te quiten lo bailao y otros dichos de optimista de tres al cuarto.
Se ha terminado el sueño, tal vez lo hayas desgastado de repetirlo tanto, quizás esté a punto de terminar en pesadilla y el príncipe azul se convierta en sapo, qué sabe nadie. Sí que con los buenos sueños has perdido las horas de dormir, no descansas y tampoco piensas, solo dejas que pase el tiempo, que se deshaga, que se reduzca como la salsa de Pedro Ximénez que has hecho para cenar a esa familia que tampoco es tuya.
Él calla y tú callas más fuerte, lo haces aunque hables, porque tus palabras se las lleva el viento, las borra la lluvia, las seca el silencio. No le llegan o lo hacen tarde, mal y nunca.
Las preguntas sin respuestas, las puertas que no abren ni se cierran, el sexo a todas horas, individual y sincronizado, todo se encuentra revuelto en el mismo saco. Metes la mano y sacas una bola, como si fuera el bingo familiar de esas navidades con sabor a piña en almíbar, remojada en Cointreau. Nunca es la que esperas, esa que lleve un signo de exclamación; nunca es la buena ni la que completa la línea y mucho menos, el cartón.
Pero continúas con la esperanza en la reserva, tachando los días del calendario, no para volver a verle, sino para dejar de hacerlo, para que la llaga cicatrice y la costumbre se convierta en otra de tantas rutinas, que no dan ni frío ni calor.
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