Si, ya lo sé, lo he dicho muchas veces, pero no me resisto a decirlo una vez más, una cosa es la Justicia y otra, desgraciadamente muy alejada, es la legalidad. Tan alejada que para evitar errores que perjudicaran vidas se inventó el “garantismo”, esa serie de normas que garantizan a un acusado la posibilidad de tener un juicio justo sean cuales sean su delito y sus circunstancias.
Y a mí me parece impecable. Cuantos inocentes han pasado por la cárcel, o la ejecución, por arbitrariedades judiciales, o legales, cometidas con absoluta impunidad. Cuántas vidas de inocentes perdidas por falta de garantías de ningún tipo.
Pero, como todo, el exceso de garantismo es una lacra que posiblemente la sociedad no puede, no quiere y no debe de permitirse. Porque cuando las garantías al culpable se convierten en un agravio, o perjuicio flagrante, a la víctima algo no está funcionando como debiera.
Es justo, lógico, impecable, que un delincuente sea presunto en tanto en cuanto no haya una condena firme por parte del juez, no en vano la presunción de inocencia es uno de los derechos fundamentales del hombre. Pero aplicar la presunción de inocencia, que por otro lado nos es negada a la mayoría de los ciudadanos mediante artimañas como la presunción de veracidad concedida a determinados estamentos, a delitos cometidos de forma pública y flagrante, cuando no con exhibición, es caer en la parodia del derecho y, por extensión, en su descrédito, lo que es un perjuicio superior para la mayoría de los ciudadanos.
Entre estos delitos flagrantes, y que provocan el general cabreo del ciudadano de a pie, está el de la ocupación ilegal de viviendas e inmuebles por parte de ciertas mafias que se han especializado en su comisión, llegando, ya incluso, a la ocupación de viviendas habitadas y a la exigencia de compensación económica para su abandono. La lentitud judicial y el exceso de garantismo permiten una situación en la que la víctima no solo se ve despojada de sus derechos y sus bienes, sino que incluso pasa a ocupar la situación de sospechoso. En conclusión la víctima lo es por partida doble, ya que aparte de verse despojado de algo que es suyo sufre una absoluta indefensión que, inevitablemente, deriva en descredito del sistema.
Hay delitos, situaciones en las que el garantismo del delincuente debe de ser sustituido por las garantías de restitución inmediata a la víctima. Y cualquier otra situación no solo es una injusticia, es una afrenta.
Hay al menos otras dos situaciones legales que se han producido recientemente y que los ciudadanos de a pié no podemos entender. Dos situaciones absolutamente dispares y, para los legos, absolutamente disparatadas.
La primera es la situación en Cataluña. A mí no me cabe en la cabeza, creo que no conozco a casi nadie, que a alguien que ha cometido un delito, que está en situación de prisión preventiva, o de fuga, y que dice clara y públicamente que tiene intención de seguirlo cometiendo, se le permita ejercer derechos que facilitan la reiteración, la persistencia. Que ponen en situación de idoneidad a la persona para que persevere en el daño causado. No me cabe en la cabeza. No entiendo que aparejada a la prisión preventiva, o a la de fuga con exhibición y recochineo, no haya una paralela suspensión de derechos políticos. Ya, ya sé, que habrá quién ahora se pondrá rojo de ira por mis palabras, pero ¿Qué dirían si un señor de los imputados por corrupción, por poner un ejemplo, se presentara en una lista con el planteamiento de que pensaba llevárselo crudo? No quiero ni pensarlo. Titulares, redes sociales, informativos de toda índole y formato clamando por el fuego celestial. Para mí, insisto, para mí, no hay diferencia. Ni explicación plausible a lo que está sucediendo.
Y no olvidemos el episodio de PPR (prisión permanente revisable). Creo que la distancia entre el pensamiento de la calle y la actitud de los políticos se ha revelado con una claridad que bordea la brutalidad. No es un problema ético, que también, no es un problema moral, que podría serlo, es un problema lógico y los argumentos esgrimidos de toda índole, excepto en el sentido de contestar un planteamiento básico, no son más que palabras huecas para el ciudadano de a pie.
Convengamos todos, y creo que no hará falta un gran esfuerzo, en pensar que la parte coercitiva de una pena de prisión es una forma de apartar a un delincuente de la sociedad para intentar su rehabilitación social, que ha de producirse durante su internamiento. Una vez convenido surge la pregunta que evidencia un fracaso del planteamiento básico, ¿Qué hacemos con los reincidentes sistemáticos? ¿Qué hacemos con los que no se rehabilitan? ¿Qué hacemos con los enfermos incapaces de controlar sus impulsos? Y, sobre todo, ¿Cómo le explicamos a las víctimas indefensas de los delincuentes irrehabilitables, que es que moralmente, éticamente, no se puede retener a alguien que ha cumplido una condena aunque se sepa que su libertad supone una reiteración inevitable del delito? ¿Le explicamos que ha tenido mala suerte? ¿O que su sufrimiento, cuando no muerte, es por una sociedad espiritualmente superior?
¿Cómo le explicamos a las víctimas indefensas de los delincuentes irrehabilitables, que es que moralmente, éticamente, no se puede retener a alguien que ha cumplido una condena aunque se sepa que su libertad supone una reiteración inevitable del delito?
Es inevitable pensar, yo lo pienso desde luego, que los comportamientos excepcionales requieren de medidas excepcionales. Que las conductas insociales graves, la violencia, la muerte, necesitan unas garantías especiales para las víctimas antes que para los delincuentes. Que abandonar a la víctima para defender al infractor puede ser estéticamente impecable, pero éticamente no se sostiene.
Y es que cuando el garantismo se instala como un problema en vez de como una solución, cuando los legisladores están más pendientes de sus gestos que de las consecuencias reales de los mismos, cuando se legisla olvidando a la víctima y pensando solo en el delincuente, cuando se dice representar a los ciudadanos y se da la espalda a sus demandas, algo ha dejado de funcionar en la sociedad.
El garantismo debe de ser un derecho irrenunciable, pero el primer garantismo es aquel que pone por delante evitar las víctimas, evitar los daños, aquel que garantiza la restitución inmediata a la víctima de sus bienes, aquel que primero piensa en el que ha sufrido y luego en el que ha causado el daño. Lo demás, lo que no está en esto, puede ser garantismo, no lo dudo, pero a mí se me parece más a la impunidad, y yo no lo quiero.