Lo último es lo que permanece. Anula todo lo anterior y se queda flotando. Intento agitar esa capa con la mano para que desaparezca, hundirla, pero permanece ahí, indisoluble. Una última frase demoledora como un vestido de flores o la última caricia de una madre. Lo que termina, lo que se acaba. Fin.
Eso es lo que queda durante horas, días, meses o vidas. Una espiral por la que se intenta nadar buscando la orilla, la salida que no existe porque prefieres ahogarte antes que encontrarla. La herida que cierra en falso, palpitando. Esa palabra, esa caricia.
Escribo y me miro las manos. Siempre que hablo de ellas recuerdo a Francisco Umbral y a su libro, una cosa me lleva a la otra y la otra a ti.
Instintivamente acaricio las bolsas de mis ojos, no las he visto, pero están, las tomo el pulso. No sabía que dolieran, y pienso que si no tuviera dedos con los que acariciarlas no lo sabría. La conciencia del daño la recibo a través del tacto, el mismo vehículo que me lleva al placer. Una cosa por otra.
Giro la izquierda mientras sigo espolvoreando letras de luto por esta libreta de páginas color marfil. Ya no hay papel blanco, ahora los cuadernos tienden al ocre usado y reciclado, como los recuerdos.
Tengo la palma de la mano como la de una momia de dos mil años. Parece la excavación a cielo abierto de una metrópolis griega. Las arrugas forman cuadrículas, mis líneas de la vida son un jeroglífico. No sé si tengo mucha o muchas vidas, pero se pierden en callejuelas estrechas, cruzándose y confundiéndose.
En sus ranuras escondo tu frase lapidaria como un tesoro que quisiera ocultar, escarbando con las uñas para no volver a encontrarlo, jamás.
«No quiero saber más de ti», has dicho, parece un adiós, pero es mucho más grande. Una despedida en rojo, abierta y supurando.
Abro y cierro el puño no sé si para dejarlas que se marchen o clavarlas todavía más. Estoy llena de espinas que intento quitarme, me siento un puercoespín. Bombeo en una psicomotricidad desincronizada, irregular, arrítmica. En el lado derecho el bolígrafo y en el izquierdo, como no podía ser de otro modo, tú.
Hoy no he saludado al conductor del autobús, esperaba que hubiera cogido vacaciones, creo que él no me ha reconocido, no le he sonreído con los ojos ni ha escuchado mi voz.
Mi asiento está ocupado, mejor así, tampoco irías a mi lado. Hace frío, viajo en un iglú, los mocos y las lágrimas se congelan tras la mascarilla, intento respirar. Tapo las rodillas con el cuaderno buscando abrigo.
«Peor que el silencio es no decir nada», pienso mientras sorbo entre inhalaciones forzadas, intentando que no se llene la fosa séptica formada en mi barbilla. Palabras como vigas de hormigón golpeándome en la cara y cerrándome la boca, dejándome muda, esta vez a mí.
Me pregunto cuánto de verdad hay en la impostura de un paréntesis. Me molestan las acotaciones, recluyen y no dejan que escape todo aquello que no se debe decir.
«No me gusta agosto», le digo a la ventana, ni las tormentas de verano ni el calor cobarde que se esconde tras la sombra. Es el mes de las contradicciones, de las pérdidas que no cogen vacaciones, de ausencias a veces con despedidas como el beso de mi madre, y otras… otras no se anuncian y te rompen el corazón.
Me dirijo al conductor antes de llegar a mi parada, tan solo para decirle adiós y desearle suerte. Mañana cojo el metro, al menos ahí, dura un poco más el buen tiempo.
Fuente: “Cuentos de Ulises mudo, sirenas varadas y otros mares” Bohodón Ediciones, que entre otros libros de la autora podrá obtenerse en el enlace que se indica a continuación.
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Jolines, cuánta sensibilidad y destreza literaria. Leyéndote es fácil introducirse en el sentimiento que describes, aunque no se haya experimentado nunca.
Haces magia con las letras.
Muchas gracias, , Catalina. Que cosas más bonitas me dices. Un abrazo grande.