Feminismo o feminismos

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Image by Stefan Keller from Pixabay

Es difícil pensar en voz alta, o sea pensar, sobre un tema en el que cierta opinión pública confunde la forma con el fondo, en el que cierta opinión pública, claramente interesada, prefiere las palabras, en realidad las voces, a los hechos, y en el que la simple, y siempre necesaria, actitud de poner en cuestión los métodos genera una violencia verbal inusitada. Violencia que, como toda violencia, abre la sospecha de que los posibles argumentos para una reflexión son claramente endebles o no existen.

Hoy, cuando me siento a escribir estas letras, ha pasado ya el día de la mujer, perdón por el lapsus impropio, de las mujeres. De todas las mujeres, incluidas las que consideran que no necesitan un día, porque el simple hecho de que otras sí lo consideren ya supone en sí que existe un problema y que ese problema solo se podrá estimar resuelto cuando ya no sea necesaria la proclamación de tal reserva calendaria.

Es cierto que a lo largo de la historia se han desarrollado tradiciones en las que existía un evento de reivindicación del papel preponderante de la mujer, pero tampoco es menos cierto que han sido siempre más anecdóticas que efectivas. Parece que la reivindicación de la mujer siempre ha bordeado lo anecdótico. Y aunque la situación actual apunta a otras necesidades culturales, también es verdad que hay colectivos empeñados en el triunfo de la anécdota sobre lo fundamental, en el triunfo del eslogan voceado sobre la necesidad de un fondo real en la reivindicación.

Claro que a la hora de reflexionar sobre esta cuestión me encuentro con varias aristas que son difíciles de salvar. Alguna imposible de salvar. Soy hombre, y eso de momento no va a cambiar, pero si tengo, al menos, la clara conciencia de que eso condiciona mi visión de lo que sucede, como la condiciona mi educación o mi concepto moral. Y es un problema porque no solo condiciona mi visión sobre la realidad femenina, si no que para ciertos colectivos eso me incapacita para pensar, para discrepar o para matizar sobre el tema, salvo que esté incondicionalmente de acuerdo. Lo que pasa es que tampoco esos colectivos se caracterizan por su inteligencia colectiva, por su interés en buscar soluciones reales, más allá de los eslóganes que corean, o por su capacidad de escuchar.

Un claro ejemplo de lo que quiero decir, un claro exponente de esa ceguera intelectual, es la fallida ley de violencia de género o, como gusta más en ciertos grupos, violencia machista. A pesar de que no ha reportado ningún resultado defendible, más allá de su “visibilidad” argumental. Ahora hay más muertos por su pareja, más violaciones en grupo y más machismo adolescente, más y más consentido, que cuando se promulgó la ley. Tal vez haya quién diga que a pesar de la ley, yo no voy a decir lo contrario, para eso están los sociólogos, pero si puedo evaluar la ley como inútil por sus resultados, frentista por las situaciones provocadas y con una clara vocación protagonista como demuestra que en ciertos ámbitos la ley es más importante que sus logros. Suele pasar con las leyes de inspiración ideológica, tiene efecto rebote que nunca es admitido por quienes la promulgaron o por quienes se sirven de ella para alcanzar objetivos que nada tienen que ver con ella.

Tal vez el problema de esta ley, entre otros muchos y sin entrar en valoraciones de género, es que está pensada para que produzca réditos políticos y no para solventar un problema que claramente no se ha solucionado. Tal vez el problema de la ley es que identifica un problema, establece su entorno penal, pero no entra, yo diría que ni le importa, en las posibilidades reales de su aplicación, en la imposibilidad de dotarla adecuadamente para garantizar su cumplimiento. Y lo saben.  Tal vez el gran problema de esta ley es que está redactada desde el punto de vista de la víctima, y la víctima, en muchos casos, cuando se quiere aplicar la ley, ya está muerta y no tiene visión, y el culpable está orgulloso de su acción, en muchos casos, o muerto, en muchos otros. Y la ley les importa un ardite.

Tampoco contribuye mucho a aclarar el panorama el hecho de que hay una parte radical que ha decidido apropiarse del feminismo en aras de un hembrismo militante, en pos de que no exista más visión femenina que la que ellas proponen. Y la suya no parece, precisamente, una visión mayoritaria. Aunque a veces el ruido de los gritos intenta sobreponerse al discurso alternativo, a la visión menos radical, al hecho de que las mujeres que están en esa posición son una minoría, y el volumen de sus reivindicaciones parece indicar que lo saben. Que lo saben pero que el sentimiento democrático de respeto a la mayoría no es exactamente lo suyo.

Toda mujer es, en sí misma, una visión del feminismo, pero tal vez, yo estoy convencido, existen diferentes matices en el feminismo. ¿Hay que ser andrófobo para ser feminista? ¿Hay que ser radical? ¿Hay que caer en comportamientos filo fascistas? Puede que haya un sector de la población femenina que así lo considere, de hecho hay un sector de la población femenina que así lo considera, un sector que en número no es más significativo que el sector de la población femenina que admira y defiende a la mujer florero. Ni el uno ni el otro lograrán jamás solventar la temática femenina, y no lo lograrán porque son radicalmente excluyentes y la reivindicación de los problemas femeninos, su solución, no se puede lograr dándole la espalda a una sola de ellas. Seguramente no lo lograrán ni así, ni provocando un, aveces parece que buscado, enfrentamiento con los hombres.

Yo entiendo, desde mi perspectiva masculina, los problemas que supone ser mujer, pero tengo la amarga sensación de que la visión no funciona en el sentido contrario. Si, ser hombre también comporta problemas, otros, diferentes, pero ni el miedo, ni ser víctimas de la violencia, del acoso, del abuso, son prerrogativas de la mujer. De otra forma. Tal vez estos problemas en el caso de la mujer tengan una presencia más cotidiana, tal vez más socialmente encubierta, tal vez más impune, pero en ningún caso exclusiva.

No creo, y es una opinión personal, que se pueda solucionar la violencia entre géneros, o la violencia machista si es que hay interés en llamarla así, sin solucionar la violencia de base, sin solventar esos malos cimientos sociales que llevan a una persona a pensar que puede disponer de otra a su antojo, hasta la muerte. Porque los mecanismos del violento suelen ser los mismos sea cual sea la violencia ejercida, al menos los del abusador violento: su supuesta superioridad agresiva, su incapacidad de empatía con su víctima, su imposibilidad para reconocer la maldad en sus actos. Lo primero que hace un violento es culpabilizar a su víctima, al entorno de su víctima, a la incapacidad de su víctima para comprobar su bondad intrínseca. Y el agresor se convierte en, se convence de ser,  agredido que se defiende.

No sé cuál es la posible solución del problema. No sé, incluso como víctima que he sido de abusos en el colegio, como testigo que he sido de abusos en el servicio militar, como observador que soy de abusos en la vida cotidiana, incluso en proximidades familiares, cual ha de ser el enfoque correcto en este asunto, pero si tengo claro que mientras nos empeñemos en la vía de castigar a posteriori a un agresor incapaz de reconocer la maldad de su acción, cuando no se suicida y la ley no puede alcanzarlo, mientras nuestro esfuerzo sea culpabilizar una característica biológica para penalizar un problema psicológico, psiquiátrico, la solución estará muy lejos. Aunque los votos estén cerca, aunque las voces griten muy alto, aunque los silencios duren más de un minuto.

La violencia, esa actitud intolerante y patológica del que abusa cuando siente la debilidad ajena, del que busca su propia seguridad en la inseguridad de los que lo rodean, del que encuentra el valor en la cobardía y el silencio cómplice de los que tiene alrededor, del que se siente más consiguiendo que los demás sean menos y anulándolos, no es una característica de género, que lo puede hacer socialmente más deplorable, no es una cuestión de raza, que lo puede hacer más socialmente visible, no es una cuestión ideológica, que lo puede hacer más socialmente reivindicativo, la violencia es una actitud perversa que se desarrolla desde un íntimo desprecio personal hacia los demás trufado con un cierto complejo de inferioridad, estoy convencido.

Desde luego, y me reitero, y me repito, y no me importa, las posibles soluciones nunca vendrán desde una imposición de actitudes radicales, nunca vendrán desde una imposición de criterios ideológicos, nunca vendrán del enfrentamiento de una parte de la sociedad con otra, de unas minorías con otras. Las soluciones a este, y a cualquier otro problema de fondo, para que las soluciones sean reales, han de ser abrumadoramente mayoritarias y estables, esto es, aplicables por un tiempo algo mayor que el predominio de una idea o que la duración de un grito.

Por si no se me entiende, las únicas soluciones viables son las consensuadas y hechas desde un criterio técnico que permita anticiparse al agresor y se preocupen algo menos de su castigo. Unas soluciones educativas, eficazmente educativas, y altamente preventivas. Unas soluciones dotadas de los medios y recursos que garanticen que funcionarán como protección de la posible víctima antes que como sistema punitivo de un agresor que no siempre está a su alcance.

Si, ya se, lo que propongo no da resultados inmediatos, lo que propongo no da votos, lo que propongo no permite eslóganes o algaradas, lo que propongo impide la apropiación interesada de un problema sin propietarios absolutos. Lo que propongo simplemente intenta evitar muertos. Incluidas las muertas.

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