Hace pocos días se cumplió una vez más el aniversario de mi nacimiento y una pregunta banal, casi oída a diario utilizó como detonante la cifra acumulada para replantearme toda una filosofía de vida. Es curiosa la predilección que tenemos por ciertas cifras, por los cambios perceptibles de entorno para hacer una suerte de balance, no vital, si no de expectativas vitales.
¿Cuántos años tienes?, siempre he dicho que las cifras no me impactan, siempre he sostenido que las cifras no son más que una forma de contar el tiempo, pero he de reconocer que todo lo acontecido en mi entorno y mi persona durante estos últimos años me ha puesto delante, por primera vez, inconscientemente, una especie de calendario inverso de la vida que me puede quedar según las estadísticas. Aún no he llegado a leer los obituarios de los diarios para analizar las edades reflejadas y compararlas con la mía. Aún no he perdido esa batalla. Pero porque aún no la he perdido y no quiero llegar a perderla es por lo que he decidido cambiar mi discurso. Por eso y como homenaje sentido, interior, dolido, a aquellos que no han llegado, que no llegarán a esta cifra. A aquellos que ni siquiera han llegado a empezar a contarla.
Yo ya no tengo años. En realidad nunca los he tenido. No he hecho una acaparación avara y vacía de mis años. He vivido intensamente cada momento. He dilapidado, dejado tras de mí, apurado hasta donde las posibilidades me lo permitían, casi cada momento de mi vida y tengo la firme intención de seguir hacia adelante con la misma o mayor intensidad si cabe de vitalidad y proyectos.
Yo ya no tengo años, los quemo, los duro, los vivo y dejo atrás su recuerdo lleno de momentos para rememorar en los escasos descansos, para recuperar en la memoria los pasos del camino recorrido. No sé cuántos años me quedan por delante pero si sé que los proyectos que tengo me ocuparán varias veces los años durados hasta este momento.
Tampoco sé qué dirán las estadísticas, no sé de qué le valieron a aquellos que no llegaron a esta cifra o que llegaron a cualquier otra, no lo sé, pero sí sé que la determinación de vivir cada día, de descubrir cada día la vida propia y la que te rodea y paladear con delectación, con golosonería, con avidez, cada instante de consciencia es el único objetivo que he decidido marcarme. Ser feliz, procurar, hasta donde mis fuerzas me lo permitan, la felicidad de los que me rodean y sentir como propias las legítimas necesidades ajenas.
La vida no es un saco de años vividos, la vida es una memoria de personas, lugares y sentimientos. La vida, en resumen, son vivencias, y renunciar a ellas, acomodarse en una suerte de rampa descendente en la que solo importa prepararse para morir, es, para mí, estar ya muerto. Acabo de entrar en mi cuarta adolescencia y la juventud me llama, no como una ciega fuerza que me haga olvidar quien soy y cuanto he vivido, mis achaques y mis resabios, si no como una fuerza vital que empuja a emprender con entusiasmo y aprovechar todo el conocimiento acumulado en lo ya transcurrido. Cuidado mundo, ¡qué voy!
Mis mejores y mayores felicitaciones por tal filosofía.
Uno – en cambio – es de los que tan atinadamente describió el poeta: “…al volver la vista atrás, siempre veo la senda que…no he de volver a pisar.”
Buena literatura. Buena lectura.