Al autor de las novelas El ruido y la fiera y Santuario le llamaron ‘El Conde’, por su afectación en el vestir, pero tenía aversión a hacerse publicidad. Era imaginativo, callado, cortés y discreto. Nacido en el estado sudista de Mississippi, recibió el Premio Nobel de Literatura en 1950. Se consideraba ante todo un granjero, más que un escritor; quizá porque en su país, decía, un artista no es nada y nadie le presta la menor atención. Lo cierto es que era un gran aficionado al aire libre, nunca se aburrió en su vida y sus mejores pasatiempos eran criar y entrenar caballos, cazar y navegar. Llegó a tener cinco caballos con los que, según declaró una vez, aprendió a sentir compasión por los seres físicamente débiles.
En 1915, con ocasión de la Primera Guerra Mundial, se alistó en la fuerza aérea canadiense y puso rumbo a Francia. He conocido curiosos detalles de su personalidad que ignoraba al leer el volumen ‘León en el jardín’ (Reino de Redonda), que recoge las entrevistas efectuadas a Faulkner entre 1926 y 1962; es decir, desde que tenía veintinueve años hasta su muerte. Javier Marías ha escrito en el prólogo que William Faulkner “indagó en las sombras con emoción y talento difícilmente comparables”.
En 1932, declaró que hay una primera etapa en la que uno se cree que todo el mundo es bueno. “Luego llega la segunda etapa, más cínica, cuando uno piensa que nadie es bueno. Y, por último, llega uno a darse cuenta de que todo el mundo es capaz de casi todo: heroísmo o cobardía, ternura o crueldad”. Creía que no se puede educar para ser feliz y que lo mejor que puede ofrecer la educación es la palabra impresa, que da capacidad de aprender algo acerca de la historia del género humano. Él describía seres humanos en conflicto con sus conciencias, sus sentimientos, o unos con otros, o con ese contorno. En todo caso, entendía el provecho de dar motivos a las personas para pensar que pueden ser mejores de lo que son: “Si el escritor aspira a conseguir algo, ha de ser dejar el mundo un poco mejor de como lo encontró”.
Cuando le preguntaron en qué medida sabía cómo iba a quedar un libro antes de ponerse a escribirlo, contestó: “Muy poco. Sencillamente me pongo a escribir. Los personajes se desarrollan con el libro, y el propio libro con el proceso de escribirlo”. Repetía que, en los Estados Unidos todo el mundo escribe, pero nadie lee. Le pidieron un consejo para escribir, y lo dio: “Leer, leer y leer. Leer de todo: basura, clásicos, buenos y malos, y ver cómo lo hacen”.
Faulkner apenas leía a sus contemporáneos, y se decantaba por los libros que entendía como la mejor herencia de la humanidad. Así, cada año leía entero el Quijote y algo de Flaubert y de Conrad, entre otros; el Antiguo Testamento lo leía una vez cada diez o quince años.
Deploraba la presión tremenda que todos nosotros padecemos para pertenecer a grupos específicos. Para ser escritor, decía, hace falta una absoluta libertad de espíritu. Y se debe tener claro que, como tal, su única responsabilidad es hacia su arte. Reflejar lo que ha vivido y no hacer generalizaciones. En una ocasión, manifestó que no había mejor influencia para un joven (cualquiera, fuese escritor o no) que la de una vieja razonable a la que prestar atención, una tía, una vecina, “porque son muchísimo más sensatas que los hombres; tienen que serlo”. Nadie debería tener miedo de decir lo que piensa; se entiende que no sólo quienes escriben.
En su estancia en el Japón, donde fue acogido con cariño, valoró las reglas niponas de mostrar cortesía, urbanidad y valor en el momento adecuado. En sus palabras de despedida, fue singularmente emotivo: “Cuando me vaya, habré dejado algo de mí en Japón y en su lugar me llevaré conmigo de regreso a mí país parte de la cortesía y la calidez del pueblo japonés”. Estuvo diez años después del lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, sobre las que guardó silencio. “No soy militar”, llegó a decir sin más. También declaró que le importaba mejorar las relaciones no tanto entre japoneses y estadounidenses, como entre simples seres humanos.
Faulkner es un manantial de inspiración que habría que saber aprovechar. En estas pinceladas que he recogido aquí, no querría que faltase una relacionada con el agua. Hizo notar que en cualquiera de los sitios donde había estado en Japón, siempre había sido consciente del sonido del agua, del agua fluyendo.
El agua, concluyó refiriéndose a los japoneses, “es una parte esencial de sus vidas, no sólo para beberla, sino por el hecho de que la hay; fuentes, pozos, las calles baldeadas todas las mañanas cuando paseo”.