FATA MORGANA

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«Es cierto, se puede viajar en el tiempo desde aquí». Llevaba una semana de vacaciones en la isla cuando el viejo pescador me lo confesó.

Fotografía aportada por el autor del texto

Había trabajado sin descanso siete meses cubriendo las Olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla. Más de medio año en el que abandoné todo por la fotografía. En octubre decidí ir de vacaciones a sitio tranquilo para aislarme un poco, comer bien, bucear, hacer fotos y dormir. Alguien me habló de Tabarca. Era el sitio perfecto.

Los días empezaron a pasar despacio, me levantaba tarde, desayunaba con calma y me iba a bucear. Cuando me daba el hambre me metía en alguno de los restaurantes y comía bien, después me echaba una siesta y por la tarde paseaba por la isla o por el pueblo. Cenaba en algún sitio y me iba a pasear y a ver las estrellas. No paraba de hacer fotos, disfrutando de la preciosa luz que hacía que la isla pareciera diferente en cada momento del día.
A los dos días los habitantes de Tabarca me tenían localizado, era una rareza allí. No tardaron en empezar a preguntarme sobre mí y el motivo de estar allí. Pero yo no tenía muchas ganas de compartir mi dolor así que contestaba con evasivas.

Al tercer día madrugué para ver la isla al amanecer. Estaba en el puerto haciendo fotos cuando llegó un bote de pesca. Me acerqué a verlo y empecé a charlar con el pescador. Calculé que tenía mi edad, cerca de cuarenta años. Estaba en forma «De remar con el bote y pescar» dijo y, aunque bronceado, no tenía demasiadas arrugas «Me cuido» aclaró enseñándome crema solar de 50. Hablaba poco, pero eso a mí me venía bien porque yo tampoco tenía muchas ganas de conversar.

Se interesó por mi equipo de fotografía «Parece caro. ¿Eres profesional?». Le mentí diciéndole que no pero que me gustaba mucho hacer fotos. Le acompañé a vender el pescado a un par de restaurantes y nos tomamos un café. Si quieres hacer fotos originales esta tarde salimos a navegar y te enseño algo».

Me pareció una oferta muy buena, a las cinco estaba en el puerto. Nos alejamos de Tabarca en dirección a Santa Pola, íbamos en silencio, mirando hacia la costa. De repente Juan me dijo «Mira a Tabarca». Me giré y la imagen me sorprendió, tuve que cerrar un par de veces los ojos para asegurarme de que no soñaba. «No te falla la vista» dijo divertido «Es la Fata Morgana». La isla estaba suspendida en el aire, parecía como si flotara. «Pasa los días calmados cuando el aire viene frío de la costa». Saqué la cámara y empecé a hacer fotos. Después de un rato Juan empezó a maniobrar. «Con la puesta de sol detrás de la isla te va a gustar más». Por supuesto, tenía razón.

Cuando volvíamos al puerto Juan me dijo «He visto como cuidas la cámara y haces las fotos. Tú no eres un aficionado». Le conté mi sentimiento de soledad, pero sin mencionar a María y le expliqué que por eso estaba en Tabarca. Cuando llegamos al puerto se había generado una amistad fraternal entre nosotros.

En los siguientes días alternaba los días relax con levantarme pronto e irme con Juan a pescar. Esto último exigía mucho madrugar y trabajo duro, pero me sentía muy bien compartiendo con él los silencios y el esfuerzo.

La gente de la isla ya me tomaba por uno más, estaban acostumbrados a verme y a charlar conmigo. No digo que me hubieran aceptado como a un vecino, creo que me cuidaban como a un animal apaleado que hubiera llegado por error a la isla. Porque es cierto que mi estado de ánimo era pesado y triste. La isla me ayudaba a no caer más profundo en el abismo, pero salir a flote era algo mucho más lento.

Uno de los días en los que estaba paseando por el puerto vi a con una señora vieja que estaba remendando redes. No veía, palpaba las cuerdas y cuando descubría algún trozo estropeado lo arreglaba. Me quedé mirándola a unos metros de distancia, no quería interrumpirle. Levantó la cabeza y me miró.

—¿Eres el fotógrafo?

—Sí, perdone que me haya quedado mirando. Me daba la sensación de que era ciega —Según lo dije me pareció un poco brusco.

—Lo soy. Te ha delatado el olor —Dijo sin tono de estar molesta.

—Disculpe. No quería molestar.

—No lo haces, tu olor no es malo, sólo es distinto. Aquí todos olemos a mar. No importa lo mucho que nos aseemos, nuestros ancestros llevan aquí generaciones y el mar nos impregna. Es un olor maravilloso. ¿Quieres sentarte?

Lo hice y se puso a hablarme de la vida en la isla y de su historia. De los 269 habitantes que poblaron la isla en el Siglo XVIII que venían de la cuidad de Tabarka y que eran los ancestros de casi todos los habitantes de vivían allí ahora.
De repente paró de remendar las redes y me miró a los ojos. Los suyos eran oscuros, pero con unas vetas verdes esmeralda, nunca había visto unos ojos así.

—¿Por qué estás aquí?

—He pasado una mala época y necesito tranquilidad y estar alejado del mundo.

—Tendrías que ir al islote de Tabarka.

—¿Cuál? ¿La Galera? ¿La Cantera? ¿La Nao?

—No, el de Tabarka en Túnez.

—Sí, el lugar del que vienen sus antepasados. Lo tendré en cuenta para otro viaje.

—Creo que deberías aprovechar este.

—No sé si tengo suficientes días ni presupuesto, pero lo pensaré.

—Eres una persona noble que tiene problemas. Has llegado aquí y te has mezclado con nosotros. Te apreciamos. Te mereces que te cuente algo.

«Los primeros habitantes de Tabarca llegaron en el Siglo XVIII procedentes de la Isla de Tabarka de Túnez. La gente cree que llegaron 269 pero en realidad fueron 267. Una de las personas que llegó era una mujer que venía inconsciente, comida por la fiebre, todo el mundo pensaba que iba a morir. En sus sueños siempre preguntaba por sus hijos, pero ella iba sola, todos asumían que lo que decía era producto de la fiebre. Cuando despertó preguntó por ellos, pero nadie los había visto. Si eran reales se habían quedado en Tabarka. La mujer casi enloqueció con la pérdida, se pasaba el día paseando por la playa y llorando. Una noche desapareció, todos pensaron que se había ahogado en el mar. Volvió a los dos días con dos niños. Contó que había deseado con toda su alma recuperar a los niños, que se quedó dormida en una cueva y se despertó en una cueva en Tabarka, sus niños estaban en la playa que había delante de la cueva. Pasaron el día en la isla y por la noche volvieron a dormir en la cueva. Cuando amaneció estaban los tres aquí».
Al día siguiente salí a navegar con Juan y le hablé de la remendadora ciega. Me miró atentamente y me dijo

—Así que la has visto.

—Sí, ¿es que sale poco? —Me había sorprendido el comentario.

—Es difícil verla, es un espectro. Muy pocas personas la han visto. ¿Qué te contó?
Le miré con una sonrisa pero su semblante no daba lugar a dudas, creía en lo que decía.

—La leyenda de la isla de Tabarka —Dije.

—Entonces es que sí que has perdido a alguien.

—¿Por qué lo dices?

—Porque ella sólo cuenta eso a las personas que tienen dolor por una perdida.

—¿Para qué?

—Para que puedan recuperar a la persona que han perdido. ¿Tú has perdido a alguien?
Y le expliqué mis problemas con María. El amor que habíamos tenido y que yo había estropeado por mi obsesión con la luz y la fotografía. Mi oportunidad de trabajar en las Olimpiadas y la Expo, el distanciamiento que eso supuso, su carta de despedida, la imposibilidad de encontrarla en ningún sitio.
Se quedó pensativo.

—Entonces sigue la leyenda y encuéntrala.

—¿Insinúas que desde aquí se puede viajar en el tiempo? —Dije riéndome.

—Es cierto, se puede viajar en el tiempo desde aquí. Si lo crees de verdad y quieres a María —Dijo muy serio.

Viró y volvimos a tierra en silencio. Juan estaba molesto con mis dudas y yo estaba desconcertado. Mi mente racional me decía que me estaban tomando el pelo, pero había algo que me empujaba a intentar saber si era cierto. Y descubrir si eso me podía devolver a María.

Aquella tarde me decidí a intentarlo, no perdía nada. Busqué la caverna que me había descrito la remendadora, me senté y me puse a mirar el mar. Comí algo de lo que llevaba y me arremoliné en el saco de dormir. Después de un rato empecé a pensar si volver al hotel, lo de la leyenda tenía que ser una tontería. Pero el sonido del mar me meció hasta quedarme dormido.

Me desperté muy descansado pero con la sensación de haber sido un crédulo tonto. Me desperecé, recogí las cosas y salí a la playa. Una playa distinta, eso no era Tabarca.
«¿Qué haces aquí? ¿Cómo me has encontrado en Túnez?». Escuchar la voz de María me estremeció.

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