Sigo con atención, desde el primer día que salió a la luz, la presunta paternidad de Salvador Dalí. Digo presunta correctamente y no de la manera enconada con la que periodistas y medios de comunicación suelen usar el término, sin conocer siquiera su significado judicial. Aclarado esto, entro de lleno en el escándalo Dalí.
Nadie que conozca su biografía, su vida y sus pasiones, puede dar crédito a semejante sandez. Una pitonisa sexagenaria experta en intentar sacar dinero a todo aquel que se deje, intenta, con la única versión de su palabra, demostrar que su madre fue amante del Genio y que de ese escarceo el fruto fue ella. Imaginar a Dalí tocando un cuerpo que no fuera el suyo propio se me antoja tan surrealista como toda su obra. Que una juez tome por certeros los desvaríos pretenciosos de la primera persona que presente una demanda de paternidad de este calibre, es un ejemplo más de la salud de este país de pandereta y circo en el que nos ha tocado vivir. Despertar al último Genio de la pintura universal de su letargo, es un despropósito. Ni en sus mejores sueños de madrugada, cuando se despertaba de repente y sentía la necesidad de escribir lo que había originado su mente, podría imaginarse un episodio así.
Cuando he visto las imágenes del féretro paseado en brazos de los operarios, he pensado en una procesión. Una vez más, y casi treinta años después de su muerte, salía a la luz y recorría unos metros de calzada en Figueras. La expectación y el público como en la presentación de sus performances, estaban ahí. En el fondo, el espectáculo debe continuar. Ya sólo queda una cosa pendiente, y es que al igual que pasó con el Cid, Dalí ha de ganar su última batalla después de muerto. Mucho ánimo Maestro, los que te admiramos sabemos que tu vida y tu muerte han de seguir la estela de tu creación.