Siempre hay un «no puedo más» que es el último. Que va cargado de maletas, de sueños y de años.

Un «no puedo más» donde habita el abandono, lo viejo y lo usado sin desgastar del todo aún. Un «no puedo más» que abre un portón a la esperanza, pero también se despide de la fe, la confianza y el crédito.
Me lo digo por lo bajini, «no puedo más», tres veces seguidas para reafirmarlo. «No puedo más, no puedo más, no puedo más», mientras aprieto los puños para guardarme un poco de paciencia y de ánimo.
No solo lo digo con los ojos, también con la voz que sale de lo hondo, como si escalara para llegar al final de la garganta, sostenida de una soga, agotada por el esfuerzo de callar tanto. También lo dicen los mocos que salan las palabras y las lágrimas, aunque esas, son tímidas y cobardes, escapan muertas de vergüenza por la puerta de atrás.
Y después de esto, nada, porque lo que queda, lo único, es saber que habrías podido, que siempre se puede, que tan solo es cuestión de tiempo y reconocer, que tras lo malo suele llegar lo peor. Que no es arrepentimiento, no sopesé, no hice nada, simplemente no podía guardármelo, no me quedaban bolsillos para guardar tanta porquería, y entre lo sobrante, se perdió lo valioso también. Me desbordé por todas las orillas de mi cuerpo.
Ojalá fuera tan fácil como soltar y olvidar, pero no es así. Solté, pero me quedaron restos deshilachados entre los dedos, algunos escondidos bajo la sombra de los párpados; tan diminutos como para no poder verlos y retirarlos, pero lo bastante fuertes como para tirar hacia abajo del rictus de la boca o quedar sembrados en el espacio surcado entre mis ojos, construyendo una cornisa sobre la nariz.
Entonces me doy cuenta que con lo que no podía más era con callar y por la boca muere el pez, eso es lo que ha pasado, me he muerto por morder el anzuelo.
«No me arrepiento», vuelvo a repetirme junto con todos esos tópicos que son reales, pero no me convencen. Porque la razón no es huésped del corazón ni de las tripas. No es ansiosa ni tiene retortijones, no, al contrario, está llena de calma chicha, de frases hechas, del debe que mata al quiero.
Eso no forma parte de mí, la renuncia, la toalla tirada en el suelo o la bandera de rendición.
Tampoco soy de las que mueren matando, la pelea siempre es conmigo misma, hasta que un nocaut me deja tirada en el suelo y no puedo levantarme porque me ha reventado por dentro y entonces ya, ni el alma, los sentimientos o el amor pueden hacer nada, salvo decirme con la mirada que ellos son débiles y no pueden con tanto peso, que si quiero volver a la batalla que sea yo la que piense en mí.
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