Si hay algo que nunca he aguantado de los políticos es la prepotencia. Aunque hay de todo, buenos, malos y mediocres, pero, convendrán conmigo que lo que más abunda es la mediocridad que, unida a ese endiosamiento que algunos representantes del pueblo tienen de si mismos, dan como resultado una coctel molotov, al convertirse por obra y gracia de los votos en seres osados, cuyo atrevimiento y descaro les lleva a actuar de manera imprudente o al menos, con la falta de humildad que se exige a quien es mandatario de los ciudadanos que lo han elegido.
Esta situación nos esta llevando al descrédito de la propia clase política, pero también de quienes investidos de la denominada soberanía popular, es decir, de los ciudadanos y ciudadanas que permiten esta manera sucia de hacer política o de representación, donde habitualmente aquellos se olvidan que no están puestos ahí para hacer lo que les venga en gana, casi siempre en beneficio propio o del partido al que pertenecen.
Muchos y muchas, no entendemos que la forma de hacer política sea en las calles, haciendo ruido y manejando y agitando a las masas, en principio, porque, si un valor es importante es la paz social, habida cuenta que es un reflejo de que el pueblo esta satisfecho. Pero, la realidad es bien distinta, tenemos políticos que no merecen estar donde están, y no se trata de preparación para el cargo que ostentan, que también, como es el caso del presidente del Gobierno del Estado español, que ni siquiera sabe hablar el castellano con sus lapsus de verborrea inconexa, como para hablar Inglés, lengua franca en el ámbito internacional. Sin embargo, tal almagama de despropósitos y mentiras, a veces, no nos dejan otra salida a los ciudadanos que armar revuelo para ser escuchados, no tanto dentro de nuestras fronteras, porque ya vemos que las referidas prepotencia e inutilidad les lleva a hacer oídos sordos para conservar su estatus; sino fuera, en los países de nuestro entorno político, en esa vieja Europa que, lejos de estar unida, como muchos de los dirigentes papagayos quieren transmitir, las evidencias, nos demuestran, que es todo lo contrario, haciéndose cada día mayor la fractura que separa a los países ricos de los pobres, a los del Norte y los del Sur
Pero, lo más importante y, a la vez, trascendente de todo esto, es que el pueblo, los electores, los ciudadanos y ciudadanas españoles, incluidos los que no se sienten como tal, al final no somos diferentes a ellos. Nos movemos por los mismos resortes, no en vano dice el rico refranero español que “cada uno tiene lo que se merece” o “cada uno recoge lo que siembra”, afirmación que, aunque no nos guste oír por lo difícil de aceptar, sin embargo, es cierta, ya que cada persona tiene que pagar un precio por alcanzar determinadas metas y, cuando ese precio se fija en moneda que no es de curso legal, pasa lo que pasa, que, en vez de movernos en el camino de la rectitud, si tenemos que pisar al de al lado para alcanzar dicha meta lo hacemos.
Estamos en un mundo donde los principios y valores que deben marcar nuestra actuación cada día son más débiles, prevaleciendo el individualismo sobre la colectividad. Entonces, ¿por qué nos quejamos de la mediocridad de quienes nos representan, acaso no somos muy parecidos a ellos?. Nos embebemos de la misma falta de valores, de los mismos juegos sucios, del mismo “trepismo” para alcanzar nuestras metas. Mentimos igual que ellos para quedar bien o conseguir algo. Realmente, nos hemos convertido en “egos políticos”, engreídos, carentes de modestia, con aires de arrogancia, lo que nos convierte también en seres egoístas.
“Mentimos igual que ellos para quedar bien o conseguir algo. Realmente, nos hemos convertido en “egos políticos”, engreídos, carentes de modestia, con aires de arrogancia, lo que nos convierte también en seres egoístas.”
¿Dónde están los hombres y mujeres buenos?, porque también los hay. Aquellos que buscan el consenso, que huyen del ruido ensordecedor de las confrontaciones, que intentan ayudar y socorrer a quien lo necesita, que se preocupan por su entorno, por el futuro de nuestra sociedad. Hombres y mujeres íntegros a los que corresponde, por emergencia político-social, intentar cambiar el mundo a mejor, siendo ellos y ellas mejores. Claro que, hablar hoy día de integridad moral, rectitud y generosidad con nuestros semejantes, parece, cuanto menos, palabras dichas por un cura en su púlpito de los domingos y fiestas de guardar; sin embargo, son necesarias personas cada día más comprometidas por el cambio, por un nuevo orden mundial. En definitiva, es necesario una revolución social, que debe empezar de puertas para adentro en nuestros hogares, transmitiendo a nuestros hijos, a nuestro entorno más próximo los mismos valores que hemos recibido de nuestros padres y, por supuesto, dando ejemplo con nuestras propias vidas, con nuestro trabajo, con nuestro compromiso social. Así, cuando salgamos a la calle para reivindicar nuestros derechos los haremos con la fuerza y autoridad que nos asiste por ser mejores que quienes nos gobiernan y no igual o parecido a ellos. Esta es la única forma de cambiar el mundo, cambiando primero nosotros, luego nuestro entorno.
Claro que, es más fácil salir a la calle vociferando, guiados por consignas políticas, por la mediocridad de una información sesgadas y partidista, que lo único que hace es engordar ese ego político que nos lleva a creernos mejores que los demás. La verdad, una lástima.