Es agosto, no hay duda. La vida se relaja y el paisaje que preside mi trabajo no presenta paisajes industriales, imágenes de recintos donde la laboriosidad es el objetivo de vidas encadenadas a los horarios de trabajo, a las rutinas marcadas por necesidades ajenas, a la aportación laboral para percibir una compensación económica pactada.
Es agosto, no porque el clima, en este momento inmerso en una niebla que la evolución del día despejará, dando paso a un sol menos vengativo que en otros lugares, marque a sangre y fuego los termómetros y las pieles de los que osan ponerse a su alcance, si no porque desde mi lugar de trabajo veo agua, barcos, gaviotas y caminantes, muchos de ellos peregrinos, que conforman una secuencia que solo en este mes del año me es permitida.
Sin duda es agosto, lo percibo en el aroma que la brisa, a veces el viento del norte desatado, cuela por mi ventana, lo veo en ese paisaje de azul al que habitualmente se llama infinito, pero que yo percibo finito, limitado por la barra y el horizonte, plagado de trazos blancos de espuma y viento, y barcos que se mueven por placer o por trabajo, por el viento, por los remos, o por motores que hacen más accesibles los lugares donde la vida se intercambia por vida usando las artes de pesca para facilitar la ósmosis vital que el paladar, más tarde, agradece.
Es agosto, incluso por la noche, cuando ese mutuo reflejo del mar y el cielo pone el empeño en cubrir de luces su superficie, en adornarse de resplandores que se confunden y abrazan, invitando a la vista a que adivines cuantas barcas faenan en el cielo, cuantas estrellas se mecen en un mar plagado de fachos y labores, brillante de candelas que llaman a los peces a un falso sol de un falso día.
Solo agosto huele a espuma, a algas, a iodo batido contra las rocas de la orilla, a pescado que fue pez y busca su último aire camino de la lonja. Aroma a formas de vida que junto a las piedras que perfilan las leves profundidades limítrofes entre el mar y la tierra, entre ellas, en los charcos que la retirada de la mar deja en las oquedades de la piedra, desarrollan una vida que solo sabe de mareas, de vaivenes, de ciclos, pero ignora que existan las fronteras. Y cuando el olfato se asoma al día me dice: “solo agosto huele de esta manera”
Y solo en agosto, junto a mi ventana, a través de ella, puedo volar con las gaviotas, puedo asomarme a la mágica maniobrabilidad de su vuelo, a sus devaneos con el viento, a su forma de cernirse en el aire y suspender el movimiento, tal vez el tiempo, mientras sus plumas perciben las corrientes que las envuelven, que nos envuelven, y permiten que una leve inclinación de las alas, un leve movimiento que apunta al pico en la dirección deseada, sin aparente esfuerzo, pase, su vuelo, de la inacción a la velocidad del viento mismo sin una transición que pueda percibirse.
En agosto el tiempo transcurre de otra manera, con otras artes que hacen que su discurrir se meza, se emperece o desperece al compás de los sentidos, atentos pero no ávidos, activos pero no alerta, prestos a captar sensaciones diferentes sin forzar que estas aparezcan.
Incluso el pensamiento, implacable en sus demandas en otros tiempos, se deja ir, y, como si fuera un pescador de caña, aguarda con silencio y paciencia a que pique alguna idea y se deje arrastrar hasta la orilla del lenguaje.
Tal vez, porque es agosto, ya no me cabe duda, el silencio de los ruidos cotidianos, políticos, económicos, bélicos, su amortiguación, también contribuya a que el entorno sea más idílico, más amado y deseado.
Es agosto. Tras esta breve ensoñación, al despertar de ella, nada ha cambiado. El mar, las gaviotas, un mundo marinero y diferente, sigue asomado a mi ventana, y así os lo cuento.