ERES DEMASIADO ESPAÑOL, CHAVAL

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Para ser un gran campeón, te decía tu abuelo, hacen falta tres cosas que empiezan por C: cabeza, corazón y co…es. Es verdad. Pero lo más importante es la cabeza. Si no aprendes a usarla, no aprenderás a perder. Y te convertirás en uno más.

Cuando te vi allí sentado, al borde de la pista, con la cara de quien acaba de tener un accidente de coche, se ha dado un golpe en la cabeza y no sabe ni dónde está ni qué ha ocurrido, me dije: ya estamos otra vez igual. Ya sabemos cuál es el punto débil de este chico, que parecía no tener ninguno. Es el mismo de siempre desde hace siglos en nuestro país, generación tras generación: la inseguridad que tiembla debajo del arrojo, el desvalimiento como contrapunto irremediable del heroísmo. El oculto complejo de inferioridad, el fatalismo. El carácter histórico de los españoles desde hace al menos tres siglos. Eso es lo que te pasa, Carlitos. Por eso perdiste. Otra vez.

No te hablo de tenis, ¿eh? De eso sabes tú mucho más que yo y, además, me tiene dicho Mar que aquí no escriba de deportes. Te hablo de formas de ser, de nuestra forma de ser y, si a ello vamos, de historia. Y hasta de Unamuno. A ver si un día te lees El sentimiento trágico de la vida. Eso es lo que te pasa, Carlitos. Por eso perdiste en Croacia con aquel chiquilín italiano. Por no leer a Unamuno. Y porque sigues siendo un niño, chaval.

Apareciste no hace mucho, como una centella. El mundo del tenis llevaba veinte años sometido a un triunvirato terminante e indestructible: Federer, Nadal y Djokovic, por orden de aparición. Los demás, por buenos que fuesen, parecían estar allí porque en este mundo tiene que haber de todo; pero a la hora de la verdad siempre ganaban los jefes.

Y de pronto se produjo lo que a mí se me antoja una mutación genética. Aparecisteis, como de la nada, media docena de chiquillos nacidos ya en este siglo que veníais a acabar con todo y con todos. No respetabais ni las canas, ni las tradiciones, ni los palmareses ni nada. Sobre todo, tres: dos italianos (Musetti y Sinner) y tú. Los tres insultantemente jóvenes, los tres con un talento extraordinario, con una resistencia y una fortaleza inhumanas, y encima los tres guapísimos: Musetti parece un actor de Visconti, tú eres más bien del tipo Pasolini y Sinner (que en inglés significa pecador) que parece extraído de una tabla de Piero della Francesca o de Botticelli o de Fra Angelico: el ángel del Señor que anunció a María.

En el torneo de Madrid, hace un par de meses, venciste por primera vez en tu vida a Rafa Nadal; “¿Qué ha pasado?”, preguntabas al final. Luego humillaste nada menos que a Djokovic (era vuestro primer encuentro), que acabó enfadadísimo porque no podía contigo hiciera lo que hiciese, y en la final borraste del mapa al alemán Zverev, que te miraba alucinado, como si fueses un extraterrestre.

Pero a partir de ahí se torció la cosa. En Roland Garros, donde todo el mundo te daba por ganador ya antes de que empezase el torneo, Zverev se vengó de la humillación de Madrid y te mandó para casa en cuartos de final. Tú parpadeabas sin entender bien qué había pasado, no lo esperabas. Más tarde, en Hamburgo, fue otro de los chiquillos, el ladino Musetti, quien te puso de rodillas, aunque necesitó hacer alguna trampa para conseguirlo. Y ahora, en ese pueblecito de Croacia que se llama Umag, el angelical Sinner, que en vez de tenista parece que se acaba de bajar de un retablo donde tocaba la lira, te acaba de meter una paliza de escalofrío, una de las peores de tu vida. ¿Sabes por qué, Carlitos?

Por español. Porque tu carácter es más español que la tortilla de patatas, que los sanfermines y que la envidia.

Me dirás que Nadal, tu héroe desde que naciste, también es español. Sí, pero de otra manera. Nadal aprendió muy pronto que el tenis, por importante que sea en su vida, no puede ser el centro de todo. Se entrenó, yo creo que mucho más que en acertar con el primer saque, en poner una distancia muy severa entre él y los triunfos (y las derrotas, claro); en relativizar los éxitos y los fracasos como parte integrante de la vida, no como la vida entera. No es un romántico ni un caballero andante como estás siendo tú. Le gusta ganar, cómo no, pero no pierde la cabeza cuando gana. Y, como es lógico, tampoco cuando pierde. Sabe que en el tenis, como en el ajedrez y como en la vida, la única manera de progresar es perder, perder mucho, hasta saber cómo ganar. Eso hay que aprenderlo, Carlitos, y no es fácil. Nadal sabe bien aquello que decía Séneca: que una persona inteligente se repone pronto de un fracaso, pero un mediocre jamás se recupera de un éxito.

Te has convertido, en poquísimo tiempo, en un fenómeno social. Eso es peligrosísimo. Fíjate si no: allí donde sales a jugar, el público está de tu parte, te anima a ti. Lo mismo en Madrid que en Miami o en Hamburgo o en París o en Rio de Janeiro. ¿Por qué? Porque eres guapo, porque eres un niño, porque eres también un genio, porque eres muchas veces más audaz que Spiderman, porque eres simpático y encantador… y porque tú devuelves ese cariño que recibes, lo notas, lo agradeces y, digámoslo de una vez, lo necesitas. Te hace falta que te quieran y que te lo digan.

¿Les pasa lo mismo a los demás? ¿Seguro? ¿Tanto como a ti? Yo creo que no. Cuando tus compañeros aliens Musetti y Sinner te derrotaron en Hamburgo y en Croacia, sonrieron, hicieron los aspavientos habituales (que casi siempre son los mismos) y poco más. Son tipos fríos que, al hecho de haberte vencido, le daban bastante menos importancia de la que tú parecías darle al hecho de haber caído ante ellos. Para ti era un desastre. Para ellos era un partido de tenis.

Ese es el sentimiento trágico de la vida, tan español, tan unamuniano. Cuando tú le atizas a cualquiera una de tus inimitables y pérfidas “dejadas” (“dejaditas Alcaraz, marca registrada”, se reía hace semanas, maravillado, un comentarista de televisión), lo más frecuente es que el tipo, sea quien sea, se enfade muchísimo, como es natural, porque para eso se las haces; pero suele recuperar la estabilidad emocional en dos o tres puntos más. Sin embargo, cuando a ti te arrean uno de esos puntos que hacen daño, mucho daño, te vas del partido y tardas en volver. Te pasó con Djokovic en Madrid, aunque al final ganaste tú. Te vuelves inseguro inmediatamente. Se te esfuma la sonrisa, miras a tu entrenador con cara de niño perdido pero sobre todo de niño, dejas de arriesgar, dejas de darte ánimos a ti mismo como haces siempre. Ya no disfrutas. Te puede el miedo, pierdes la fe. No la valentía ni el talento pero sí la fe. Y te pones a devolver pelotas al centro de la pista, cuando sabes mejor que nadie que no es así como se ganan los partidos. Por eso perdiste ante ese par de chiquillos italianos. Que son tan buenos como tú, los mejores, pero le dan a eso mucha menos importancia. Son, obviamente, mucho menos sentimentales, menos apasionados, menos impulsivos y mucho menos españoles que tú, lo mismo que Nadal, lo mismo que Djokovic y desde luego igual que Federer. Que es suizo, nada menos: solo le podía vencer la edad.

Ahora bien, tú tienes una ventaja valiosísima sobre todos los demás españoles, sobre todos nosotros: juegas al tenis. No a otra cosa. En el tenis, a no ser que seas McEnroe o ese sinvergüenza australiano que se llama Kyrgios, es muy difícil echarle la culpa de los fracasos a alguien que no seas tú mismo. Eso es maravilloso. En el tenis nadie se mete casi nunca con el árbitro, aunque este se equivoque: eso no pasa jamás en el fútbol. Nadie le echa automáticamente la culpa de sus propios errores al rival, como sucede constantemente en la política; ni al público, que es lo que hacen tantísimos escritores cuando perpetran una reverenda mierda de novela que la gente (“esos desagradecidos que no se merecen mi esfuerzo”) se empeña en no leer. El tenis, si te fijas, se parece bastante a picar piedra con un mazo y un cincel: no hay forma de echarle la culpa a otro si te sale mal. Es un deporte admirable porque te enfrenta, más que a nadie, a ti mismo. Como un espejo.

Tu abuelo te dijo hace años que para jugar bien al tenis necesitabas tres cosas que empiezan por la letra C: cabeza, corazón y co…nes. Bien. Esa es la definición de la célebre “furia española”, que era una cosa que había mucho antes de que tú nacieses y que servía para que nuestra selección nacional de fútbol perdiese casi todos los partidos importantes, porque en esa tríada le daban muchísima más importancia al tercer elemento que al primero, la cabeza. Esos tres elementos, siempre desequilibrados en perjuicio del primero y en favor del último, están en la génesis de la historia de nuestra nación desde finales del siglo XVII hasta ahora mismo.

El exceso de criadillas y la escasez de seso explica todo nuestro lamentable siglo XIX y el no menos lamentable siglo XX, con la excepción de unos cuantos años a los que se llamó “Transición”. Esa funesta manía que tenemos los españoles de buscar la felicidad, que es algo íntimo y nunca colectivo; y cuando no llega (porque nunca llega), lo que hacemos es echarle co…nes, entrar en erupción, salir a la calle con la horca y el cuchillo y tirar por tierra todo lo que hay para levantar otra cosa que seguro, seguro, nos traerá la felicidad: repúblicas, dictaduras, monarquías, lo que sea. Así una vez, y otra, y otra, desde Carlos III hasta los indepes catalanes de ahora, que son lo más español que ha parido madre desde Joselito y Belmonte. Y la felicidad nunca llega, por la sencilla razón de que no existe más que como sentimiento personal. Quizá puede alcanzar a dos personas que se aman largamente. Pero nunca a más, nunca a todos los ciudadanos.

Pero me estoy perdiendo, Carlitos, perdona. Intentaba decirte que tienes que leer más, que construirte más a ti mismo, que conocerte mejor (el ejemplo vuelve a ser Nadal) y, sobre todo, que tienes que hacer lo posible y lo imposible para neutralizar en tu enorme corazón, pero sobre todo en tu cabeza, ese fatalismo, ese desvalimiento, esa inseguridad subterránea y españolísima que procede del exceso de testosterona y que lo pone todo en peligro en cuanto algo se tuerce y nos tiemblan las choquezuelas, que decía Sancho Panza. En el tenis, como en la vida, quien gana es el más valiente y arriesgado, sí; pero sin duda el más sereno, el más constante y el que persevera sin desmayar hasta el último punto del tie break.

Tienes todas las condiciones para convertirte en el mejor tenista del mundo durante muchos años. Y lo que es más importante: para ser, el resto de tu vida, una excelente persona, algo que ya empiezas a ser. Fortalécete por dentro. Vigílate y persevera. Pule tu piedra. Sé humilde, como todos los sabios. Lo decía el Dalai Lama: si quieres ser feliz, sé compasivo; y si quieres hacer felices a los otros, sé compasivo. Anda, léete, entre torneo y torneo, ese libro de Unamuno que te decía. Y el Quijote, si puede ser.

Ah, y sigue ensayando esas mortíferas “dejaditas Alcaraz”, que son una pura gloria. Como tú, chiquillo.

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