Hace ya unos meses, iniciado cierto conflicto bélico que un genocida llamó “campaña de desnazificación”, (la suya debería de ser de desasnificación), con el aplauso de unos cuantos genocidas cómplices de retaguardia, los más cobardes y despreciables, con la connivencia de una escena internacional interesada en que el conflicto existiera por cuestiones geoestratégicas, con la exhibición de la ética comparativa de aquellos a los que la ideología les permite tragar con carros y carretas, y el regocijo de extremistas de todo signo del planeta, que se identifican con el villano máximo de esta historia, yo dije que no iba a hablar de la guerra, y sigo sin hablar de ella.
Pues de la misma manera, en el mismo sentido, con la misma determinación, he decidido no hablar de los fuegos; y lo he decidido por tres razones fundamentales: la primera porque soy gallego, y nuestra relación con el fuego es, desgraciadamente ancestral. La segunda porque creo que cuando el dolor está en su máximo apogeo cualquier palabra puede exacerbarlo y ninguna puede calmarlo, y tercera, y no por ello menos importante, porque el asco que la exhibición de los políticos de pacotilla de este país, mediocres y cobardes, de desfachatez “ad nauseam”, me provocaron intentando dar un cariz ideológico a una desgracia nacional, me ha obligado a encerrar mi rabia contra ellos en un lugar inaccesible a la creación.
Hace ya cinco años, casi, en octubre se cumplirán, que, a propósito de aquel infierno que se desató entre Puebla de Sanabria y Ribadavia, yo escribí, en este mismo medio, un artículo que se tituló “Estimados Hijos de Puta”, dedicado a quienes habían provocado aquel fuego, todos los anteriores y todos los posteriores. Y sigo estimando que lo son, y que la esencia del problema no ha cambiado, y el famoso eslogan de los sesenta que decía que “Cuando algo se quema, algo suyo se quema”, al que Perich añadió, años después, aquella cáustica coletilla de “, señor conde”, que intentaba retratar la España de latifundios y caciques, sigue vigente, y aunque la coletilla no sea descartable, poco tiene que ver con lo que en estos días está sucediendo.
Se están quemando paraísos naturales, montes, campos, parajes sobre los que todos tenemos dominio, y , por tanto, responsabilidad, y oír como los mediocres responsables últimos de lo que sucede, aún intentan usar esta catástrofe para agredirse entre ellos es de tal ignominia, me produce tal rabia y desencanto, que hasta compromete mi convencido pacifismo. Los sacaría a bofetadas, así, a mano abierta, de los cargos y prebendas de los que disfrutan para agredirme y ofenderme. ¿Cómo se puede ser tan cobarde? ¿Cómo se puede ser tan miserable, prepotente, insensible, sinvergüenza? ¿Cómo se puede tolerar que cinco minutos después de sus declaraciones siga en el cargo? ¿Cómo puede haber quien aun los justifique, cuando no aplauda o jalee?
Cualquiera que quiera escuchar, o sea, cualquiera, ha podido oír a los técnicos que están a pie de llama, jugándose la vida, literalmente, explicar que las características de los fuegos que estamos padeciendo son excepcionales. Excepcionales en el sentido de que tienen unas características, un comportamiento diferente al habitual, diferentes a los fuegos que, sistemáticamente, arrasaban hectáreas de campos todos los veranos. Pero, por muy excepcionales que en este momento nos parezcan, desgraciadamente, debemos de empezar a considerarlos elementos habituales en el futuro. Son excepcionales en su velocidad de propagación, en su voracidad, en su comportamiento, y, en gran parte, esta agresividad está provocada por las características climáticas del momento. En gran parte, pero no en todo.
Los orígenes de los fuegos siguen siendo los mismos, un descuido, una tormenta, una manipulación incorrecta, un incidente eléctrico, y, desgraciadamente, en un alto porcentaje, una actuación delictiva por parte de personas enfermas, pirómanos, o grupos de interés incapaces de evaluar el daño, o indiferentes a él, que provoca su manipulación.
Es verdad que el consejero de Castilla y León hizo unas desafortunadas declaraciones, ya mencionadas en este medio en otro artículo, desafortunadas en el sentido de que no era el momento, no era el tono, no eran las palabras y no era inteligente decir eso cuando sabía, o debería de saber, que cualquiera de ideología contraria iba a sacar punta a lo que dijera, aunque, como me consta, por haberlo oído muchas veces, esas palabras son habituales entre los técnicos y políticos responsables de este tema.
Pero algo, por muy habitual que sea, por muy comprensible que sea fuera de la arena, yo diría fango, política, no necesariamente es válido, no es necesariamente dogma de fe. Y este es el caso.
Es verdad que los incendios son estacionales. Es verdad que mantener una estructura de emergencia cuando la posibilidad de emergencia es prácticamente nula es un dispendio difícil de asumir. Es verdad que, como los técnicos se hartan de decir a quienes les escuchan, e incluso a los que no, los incendios se apagan en verano, pero se evitan el resto del año. Todo ello es verdad, pero no es menos cierto que mantener una estructura sin funciones durante más meses que operativa, es caro, y parece innecesario. Salvo que esa estructura, o parte de ella, que es lo que falta, se dedique en los meses, en los periodos de inactividad específica, a la prevención, a desbrozar, a limpiar, a eliminar todo lo que llegado el tiempo conflictivo, sirva para alimentar los monstruosos fuegos que nos queman la alegría.
Está claro que el paradigma social ha cambiado. Nuestro medio rural, en gran parte por las políticas restrictivas, impositivas, fiscales, que penalizan, en realidad asfixian, al pequeño productor, se va vaciando mientras nuestros productos locales, de alta calidad, van siendo sustituidos, ante nuestra pasividad, en las cadenas de distribución, por productos importados de inferior calidad, o por productos ultra procesados que minan nuestra salud. Nuestros agricultores y ganaderos van siendo abocados a la ruina ante la indiferencia, cuando no con la complicidad, de nuestros políticos, y van abandonando su, nuestro, medio natural, que, ante su ausencia, se convierte en pasto de las llamas por una falta de intervención humana que limite sus zonas silvestres, combustibles, con cultivos, o mediante el forrajeo de los animales que utilizan y mantienen el pasto y el monte bajo.
Hacen falta políticas que incentiven la vuelta a los sectores productivos, que permitan equipos que mantengan el monte y el campo libres de maleza combustible, que saquen a la gente sin oficio ni beneficio de los lugares donde nunca van a encontrarlo y los reubique en lugares donde sean útiles a la comunidad y puedan sentirlo, hacen falta políticas activas que permitan que las pasivas sean un complemento de necesidad, y no un caladero de votos para quienes las promueven. Hacen falta políticos con ideas, no políticos con ideologías, y entonces, solo entonces, podremos evaluar una sociedad que, si persiste en los errores, no utilizará las catástrofes más que como elemento incendiario con el que agredir a sus contrarios, en vez de anticipar problemas, solucionar errores y progresar en un bienestar igualitario que ahora nos resulta tan lejano.
¿Y mientras tanto? Pues mientras tanto, entre tontos anda el fuego, y podremos acabar todos quemados.