No ha pasado siquiera un mes desde que acabó el estado de alarma para que los rebrotes del virus se hayan hecho presente. De aquellos balcones solidarios donde empezamos a conocer al vecino de enfrente, y a los de los lados, a esa hora de encuentro, las ocho de la tarde, aplaudiendo a los héroes de la pandemia, a todos aquellos que arriesgaban y siguen arriesgando su vida en primera fila para contener su propagación; hemos vuelto a pasar a la misma indiferencia social que teníamos antes del confinamiento, una manifestación más de la estupidez humana, de la esquizofrenia social, de la indiferencia del individuo frente al dolor ajeno, incluso ante la vida, porque los hay tan insensatos que se creen que son inmortales. Inconscientes ciudadanos a los que el virus parece haberlos hecho más idiotas de lo que eran antes.
Recuerdo a una de las vecinas de las ocho de la tarde que un día exclamó ante la muestra tan solidaria de los balcones “ésta es la verdadera cara del ser humano”. Pensé en lo equivocada que estaba, pero no era el momento de recriminar nada a nadie, de recordar la idiotez genética de los humanos, de recordar los errores de la humanidad a lo largo de la historia. Seres gregarios, ciegos depredadores de todo lo que la vida nos da, de todo lo que la vida nos ha dado, en nombre del progreso. Indiferentes ante el dolor, cuando éste está a la vuelta de la esquina, o tal vez más cerca, en su propia casa, en su propia familia.
Aunque, pensándolo bien, me doy cuenta que no le faltaba razón, efectivamente que era la verdadera cara del ser humano, aunque yo diría la careta de entra las muchas que nos ponemos y quitamos a lo largo del día.
Está en juego nuestra vida, la vida de todos, la de los nuestros también y nada más respondemos ante el palo largo y a la mano dura. Necesitamos un policía en nuestra puerta que nos recuerde que la mascarilla salva vidas, que nos advierta, que nos sancione sino cumplimos con la Norma. Buscamos cualquier escusa, nos refugiamos en justificaciones absurdas para infringirla, aunque exigimos que los demás la cumplan.
Nos importa más el dinero que la vida, la riqueza que la felicidad, el poder que el amor, la confrontación violenta que la fraternidad universal. Nos aferramos a nuestro pequeño universo personal, un universo donde la luz no existe, porque no la buscamos. Crecer como personas es duro, creemos que lo sabemos todo y no somos conscientes de nuestra gran ignorancia. Hacemos culpables a los demás del mal de mundo, cuando nosotros somos parte de ese mal. Nos creemos adultos al llagar a la mayoría de edad pero a algunos la inmadurez les acompaña hasta la senituz.
Somos así, que le vamos a hacer, insensatos, estúpidos e ignorantes, porque no hay mayor ignorancia que el que juega con su vida, con la vida de los demás, no hay mayor estúpido que el que se cree inmortal, ni más insensato que el que no quiere ver que para cambiar el mundo necesitamos sumar, actitudes positivas, generosidad con nuestros congéneres. Sólo así alcanzaremos nuestra felicidad, cuando nos demos cuenta que el cambio es posible, que somos parte de un todo.
Podría seguir escribiendo sobre la estulticia y la insensatez humana, pero esto se convertiría en la historia interminable… Hagamos que sea interminable nuestra responsabilidad y amor por nuestros semejantes, porque hay un peor virus que la Covid-19, el virus de la indiferencia ante el dolor de los demás … el odio y la intolerancia ante los que piensan diferente… hablar de la libertad oprimiendo a los débiles … hablar de igualdad rechazando al diferente… hablar de justicia sin creer en la presunción de inocencia y sin ser indulgente con los que se equivocan …. esto no es religión, porque las religiones dividen, es humanismo.
Diga usted que sí.
¡Qué le vamos a hacer..!