ENRY DUNANT Y ESAS CRUCES

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I.

Qué testimonio puedo ofrecer de mi vida, sino los propios de un hombre que se metió dentro de una botella sin barco dentro.

Amanecí la mañana del 15 de marzo con el cuerpo tirado en la calle de Montserrat. Frío, solo y sin apenas saber quién era. A mi lado, sin peces, un estanque de vómitos ahogaba las pocas palabras que apenas podía balbucir.

fotomontaje plazabierta.com

Para cuando recordé mi nombre, ya eran las nueve y media. Me levanté de la acera y a duras penas, me puse de pie con esa dignidad pérdida que roban los ojos de los que existen a tu lado.

El portero del Tres, dueño de esa porción de acera que otorgan los ácaros muertos por la lejía «Conejo» y conocido desde hace años por haber compartido de vez en cuando 0 pitillo o unas miradas a algún culo digno de ser amado, se acercó a mí embutido en ese mono azul que tanta pena da a las madres.

– Pero, hombre de Dios ¡Otra vez! ¿Es que usted no aprende? Ande, déjeme que le ayude, que casi no se tiene en pie.

No sé cuantas veces me cagué en la puta madre de aquel gilipollas lleno de cremalleras, antes de que me dejara pegado como un sello al portal de mi casa.

– Bueno, pues aquí le dejo bien situado ¿Las llaves de su casa las tiene verdad?

– Me cago en tu puta madre.

– Está bien. Entiendo que eso es un sí. Échese en la cama, tómese un Ibuprofeno y duerma un rato.

Iba a volver a cagarme de nuevo en su pobre pero puta madre más decidí ahorrar energías al ver que Servando, que así se llama el segoviano portero del tres de la calle Montserrat, giraba a toda velocidad la esquina, haciendo prácticamente inaudible mi piropo.

II.

Desperté en mi cama, completamente desnudo y empalmado. A mi lado derecho, una joven entrada en carnes, dormía profundamente. Se la notaba feliz y satisfecha. Espatarrada como un compás y también como Dios la trajo al mundo, mostraba sus lechosos encantos con una adorable inocencia.

De modo que, con el poco sigilo que otorga la resaca, conseguí situarme sobre ella e introducir la minga en aquella jugosa y melífera vagina. La muchacha seguía como un tronco, así que, emocionado, aumenté la cadencia de mis caderas. Ella gemía en sueños, murmuraba palabras sin sentido, se acariciaba los pechos hasta hacerlos crecer de tamaño.

Cinco segundos antes de correrme, ella abrió los ojos clavando su verde mirada en el inminente acontecimiento que iba a tener lugar.

-¡Córrase, córrase, don Luis! ¡Por la Cruz Roja! ¡Córrase!

A mí no había que alentarme mucho, pero fueron aquellas sinceras palabras las que acabaron por hacer de aquella eyaculación algo soberbio, único.

Después, sudando como un pollo, caí sobre la cama al lado de mi gordita follona, encantado de haber nacido.

 

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Tras unos minutos de silencio mirando al techo, la curiosidad de saber qué hacía aquella beldad de ochenta kilos en mi lecho, me hizo abrir la boca:

– Oye, menudo polvazo, ¡Eh! Por cierto ¿Tú quién eres?

– Soy Julia, don Luis ¿No se acuerda? La chica de la Cruz Roja.

– Joder, pues no me acuerdo. Espera que voy a echar una meada y cuando vuelva me sigues contando.

Que bien se siente uno meando después de sentirse follado; el orín huele a hembra, a cama deshecha, a revuelto de gambas.

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De regreso al dormitorio, Julia ya estaba vestida; hasta se había puesto un chaleco naranja con una enorme cruz roja a la espalda. Y fue en ese momento que, como de un ladrillazo en la cabeza, el pasado regreso a mis sesos:

Con la bolinga que llevaba, me costó Dios y ayuda, meter la llave en la puerta del portal y hacer que está girara hacia el lado correcto. Después lancé mi cuerpo al ascensor y pulsando el quinto piso, quedé en estado vegetativo hasta que, al llegar al cuarto, el ascensor se detuvo, entrando una chavala bastante maciza vestida de voluntaria de la Cruz Roja.

– Buenos días, caballero ¿Sube o baja?

Creo que me cagué en su …

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