No cabe ninguna duda de que asumir un gran número de cargas ajenas, muy lejos de santificar al que las soporta, le produce una sensación tal de frustración, de renuncia al propio yo, que lo único que se materializa es un enorme montón de inodora y peligrosa mierda que nadie ve ni huele, pero que está ahí, húmeda y caliente, dispuesta a explotar en cuanto la siguiente mosca de la carne se pose en el hombro del estibador de almas. Y cuando llega ese trance, se produce tal estallido de ira y salida de madre por parte del sufrido paciente, que en doscientos metros a la redonda desaparecerá cualquier atisbo de pedigüeños, aprovechados y raleas de mal vivir. Después de la tormenta explosiva, las aguas vuelven a su cauce y el soportador, renovado ya con un vacío que debería de rellenar de sus propios andrajos, por no discurrir en torno a ellos, opta por volver a asumir con estoicismo los males y perturbaciones de los otros; y así hasta el siguiente Big Bang cerebral. Somos una especie muy curiosa, desde luego.