ENERO

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Foto proporcionada por el autor

Se levantó para apagar la radio, sin embargo decidió ir primero a hacer una visita turística al frigorífico con parada contemplativa en la despensa. Comer siempre le calmó los nervios, pero tenía un efecto secundario de 86 kilos y eso la ponía más nerviosa aún.

Llovía detrás de los cristales. Hacía una tarde… como para mayor esplendor de cualquier depresivo con ganas de alarde de desánimo. Puso agua a calentar para hacer sopa y se quedó mirándola para animar a la ebullición. Ya se lo había dicho su abuela, a las cazuelas no hay que mirarlas, porque si se sienten observadas se vuelven tímidas y tardan más en cocer. Tras un buen rato, una burbuja decidió descolgarse perezosamente hacia la superficie y difuminarse en su propio estado.

Una burbuja no es nada sin agua alrededor, matizó a su recuerdo mientras intentaba recuperar la imagen de la abuela dentro de la memoria.

Hacía una tarde triste, quizá más triste que un fado triste.

Se asomó a la ventana. Se conocía cada pliegue del horizonte como un prisionero su celda. Los caminos siempre invaden los campos. Tenía los suficientes años como para tirarse pedos sin pensar donde estaba.

Guardaba dentro del viejo fogón una vieja pistola cargada con viejas balas, que esperaban una angustia para salir o una última desesperanza para cumplir su obligación.

Foto de archivo.

Cuando se han agotado ya los últimos cartuchos de felicidad, solo queda la esperanza de una supervivencia benévola.

Quería morirse, pero no encontraba el momento idóneo. Necesitaba un ratito de felicidad para morir feliz. Era muy importante para ella morir feliz. Se compró una mecedora, que al parecer es lo que hay que hacer en estas ocasiones, pero la balanceadora espera solo le provocaba un ligero e incómodo mareo. Nunca había hecho nada importante en los momentos de felicidad y quería tener bien preparado ese último deseo para hacer una buena despedida.

Acumulaba dentro tantas vejeces que tenía miedo de que si no se decidía pronto, alguna de ellas le cogería la delantera y decidiría porella su final.

Nadie se iba a enterar. Pero por un momento sería dueña de su vida o de su tránsito, y tendría en sus manos las grandes decisiones que siempre quiso tener, y así riendas en mano, imponer a su vida una voluntad aunque no muy deseada sí suya, como último coletazo de rebeldía.

Había tenido una vida más o menos plácida. Unos de sus deseos siempre habían sido volver a su país y sentarse al sol a la puerta de su casa a coser algo. Ya se le habían casi olvidado los pocos recuerdos que tenía de su tierra y se embarullaban con lo imaginado y lo deseado. Lo que mejor recordaba era el cielo y la gente por la calle en mangas de
camisa, moscas y mariquitas volando por una acequia de al lado de su casa. Su madre vestida de luto y con un pecho dulce donde acurrucarse.

Su padre rudo y con mirada tierna, que le cantaba canciones revolucionarias para dormir. La abuela, que tan bien se tiraba pedos y sabía mear de pie sin salpicarse las albarcas.

Una prima con la que jugaba al castro, y un burrillo donde su madre traía la ropa recién
cogida al sol, ese sol que la deslumbraba cuando miraba directamente a las sábanas tendidas, igual que la nieve cuando escupe los rallos con tanta rabia que parece que te van a traspasar los ojos y a salirte por la nuca. Todos habían muerto ya, el primero en morir fue el burrillo, del que ya no se acordaba de su nombre, en un bombardeo de la aviación alemana, un año después murió su madre en la batalla del Ebro, su padre fue fusilado por los falangistas y su prima se murió de una coz que le dio una vaca.

¡Mira que morirse de manera tan tonta en medio de una guerra civil!, se dijo sonriente mientras miraba por milésima vez las tres únicas fotografías que tenía de su familia y que guardaba como una reliquia dentro de su viejo diario.

Su adolescencia fue muy distinta de lo que ella había pensado que iba a ser, siempre pensó que no iba a descubrir el sexo hasta que no se casara y mucho menos en la adolescencia, como así fue, el puritanismo de su pueblo quedaba tan lejos que ella se vengó por todas las mujeres de su familia, acostándose con todo ser viviente que le apetecía. Cada día era arrebatado a la muerte y había que celebrarlo, dos guerras eran
demasiadas para una ser tan pequeño.

Miró otra vez la ventana y vio que estaba cubierta de vaho, ¡esta cabeza mía!, dijo mientras corría hacia la cocina. La cazuela estaba ya cansada de lanzar pompas al aire, y aburrida bostezaba perezosamente. Echó el preparado de sopa en el agua, que agradecido jugueteo disolviéndose en el acto. Bajó el fuego y se volvió al salón a seguir mirando las
inmóviles fotografías.

El sol frío y el vaho de los cristales se conjugaron para crear una luz amarillenta, como arrugada, que hacía parecer más viejas aún las fotografías. Recordó su calle y el portalito de su casa, que su madre barría todos los días. Tenía tan limpio el suelo de la entrada que a veces los rayos del sol de la mañana rebotaban en él, lanzando su luz por la puerta hasta la cocina.

Los recuerdos se hacían topes y el pensamiento se cubría de nubecillas que siempre despejaba con alguna frase antigua.

Todavía recordaba con nitidez su salida de España durante la guerra civil, la despedida de su abuela antes de coger el barco que la llevaría a la URSS, esas lágrimas y ese miedo a la aventura impuesta, los mareos en el barco, una dilatada odisea casi interminable llena de mareos, vómitos y tristeza, una infinita tristeza mezclada con canciones infantiles. La llegada al puerto, como si fueran los héroes de la contienda y el despiste que embargaba a esos niños y niñas que nunca habían salido, muchos de ellos, ni de sus pequeñas aldeas.

¡Leches la sopa!, gritó mientras se abalanzaba hacia la cocina. La sopa ya casi sólida y medio deshidratada estaba mordiendo la cazuela. La quitó del fuego y le echó un poco de agua, para calmar el cabreo del preparado, removiéndolo con dulzura como pidiendo perdón por su despiste.

Una vez templados los ánimos y la temperatura de la cena, colocó la mesa con esa pausa dulce con la que los mayores colocan los objetos, se sentó frente al pequeño bodegón que parecía la composición de la mesa, hasta la daba pena echar la sopa en el plato y así romper esa casi perfecta estética que tenían los cubiertos; la jarra de cerámica de
España, que se la llevó una amiga de cuando estuvo a ver a unos parientes en Madrid; el vaso, ya casi opaco de cicatrices de las luchas en el fregadero; el tenedor que parecía que no se había peinado hoy. Y a todo esto, ¿por qué he puesto un tenedor?, se dijo sonriéndose de su despiste. Miró a la cuchara que reposaba encima de la servilleta de uso
diario color verde. El adminículo ondeaba casi desafiante, parecía un torero antes de la faena. La verdad es que nunca he visto una corrida de toros, le explicó a la cuchara, pero yo me la imagino así.

Cada día hablo más con los objetos, creo que tendría que empezar a controlar un poco esos impulsos. No sé si es que estoy demasiado sola o es que ya tengo la cabeza trastochá. Trastochá, que palabra tan estupenda que nunca perdí, pero es una palabra tan tímida y vergonzosa que casi nunca quiere salir. Trastochá, es una palabra que me huele a mi abuela, a campo, a niños jugando, y me hace sentir bien…

Bueno, voy a cenar porque como siga así termino desayunado la sopa, que más que sopa sería ya gazpacho. ¡Ummm!, gazpacho, otra palabra que me encanta como suena. Suena, como el descorche de una botella de champan… ¡Ya vale!, voy a cenar. Madre mía como estoy de la cabeza…, y eso que me estoy tomando el medicamento que me recetó el médico, tres gotas cada mañana y una pastilla por la noche, toda una rutina diaria que se ha convertido en un ritual casi religioso. Hoy es el día del juego de palabras, se dijo
mientras iba a por la cazuela.

Se echó la sopa en el plato, que por cierto el plato ni se inmutó, y poco a poco con la inestimable torería y ayuda de la cuchara, fue absorbiendo el caldo. Hay que ver el escándalo que se forma al tomar un caldo en pleno silencio. Decidida, posó la cuchara encima de la servilleta verde de uso diario y se levantó a poner la radio para disimular sus sorbidos.

Hizo una sonrisa sonora por las tonterías que hacía últimamente y siguió tomando el caldo, ya casi pasmado, que tenía delante.

Sí, pasmado era la palabra, tanto por su temperatura como por su sabor.

Terminó la sopa, recogió los restos del bodegón para depositarlos en el fregadero y volvió rápida hacia el salón para apagar la radio. Nunca me acostumbraré a la publicidad, no entiendo cómo pueden parar una canción para anunciar una marca de salchichas. ¡Si Mozart levantara la cabeza! Siempre pensó que a su edad las personas se vuelven invisibles y que los cambios y revoluciones pasarían sin rozarles. Pero no, parecía
como si el destino o la historia de este siglo quisiera pasar a través de su cuerpo. Una guerra civil, una guerra mundial, una revolución social comunista, una revolución feminista, una revolución pacifista, la caída del muro. ¡Por Dios! Qué vieja soy… Fue la frase que se abrió hueco en el pensamiento de revisión histórica.

Al compresor del frigorífico le dio su rutinario “Parkinson” e hizo que sonara el frasco de pastillas como una maraca torpona. Se acercó y le dio el caderazo de costumbre, tomó el tembloroso frasco de pastillas sacó tres y con la ayuda de un vaso de agua se las tragó.

Fue hacia la estantería donde descansaban todos los libros y despertó al grueso libro que estaba leyendo y se le llevó a la cocina. Siempre le gustó su luz amarillenta y sus olores de detergentes y comida. Abrió el libro por donde tenía la marca y comenzó a leer. Lo que me cuesta retomar el hilo de esta “pesada” novela. Pesada, esa era su definición casi exacta. No sé quién me odió tanto como para regalarme esta soporífica novela de más de cuatrocientas páginas, no sé cuántos años lleva en la estantería y no le he echado ni un solo vistazo, pero me parece terminaré este capítulo y le dejaré que siga durmiendo.

Continuó leyendo durante un rato, los ojos se le cerraban pero quería terminar como fuera el dichoso capítulo, un sueño más pesado que la novela se apoderó de ella y la dejó recostada en la mesa de la cocina. Al poco tiempo comenzó a respirar con dificultad y sus manos y su cabeza empezaron a temblar, un espasmo del brazo precipitó el pesado libro al
suelo que la hizo despertar sobresaltada.

Sintió que el corazón se le aceleraba y que respiraba a base de resoplidos. La vida se la escapaba por segundos. ¡Las pastillas! Se había confundido en la toma y había ingerido tres. Se levantó jadeante y como pudo abrió todos los cajones y portezuelas de los muebles. Las ropas de los armarios del susto airearon las naftalinas, los cubiertos
nerviosos solo tintineaban, los libros miraban atónitos y expectantes intuyendo que era el preludio de un algo no asumible.

Los ojos cansados se batían en retirada, tenía que hacer esfuerzos titánicos para ver y para respirar. Fue al viejo fogón, sacó la vieja pistola y a tumbos llegó a la mecedora. Se dejó caer encima de su balanceadora amiga y con el impulso de la caída se estuvo meciendo durante un rato. Se relajó como pudo. Intentaba buscar algún recuerdo y así echar un vistazo algún sentimiento pero o ya no tenía fuerzas o ya se le habían terminado los recuerdos. Pensó que se tenía que preparar, quitó el seguro de la pistola y esperó con el temple de los toreros o algo así, a que la muerte se acercara más. Con una sonrisa jadeante y con la visión totalmente nublada empezó a oír los pasos de “la nada”. Justo
cuando le iba a tocar el hombro, irguió la columna subió el brazo con fuerza y puso esa sonrisa que había ensayado tantas veces. La vieja pistola y una vieja bala cumplieron su cometido. El disparo retumbó por toda la casa, todos se quedaron inmóviles, alucinados y perplejos.

Un silencio se apoderó del mundo, un silencio solo roto por los llantos del frigorífico.

 

© del libro del mismo autor  «Textos Urgentes de Cuentautor de Guardia”

OBRA de Antolín Pulido

 

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