Entre la somnolencia, Lección de anatomía de Rembrandt se dibuja en los espacios vacíos de mi cerebro, que todo sea dicho, cada día son más hondos. No sé qué hace aquí ni por qué ha aparecido, supongo que tendrá que ver con esa conferencia sobre «el retrato en el arte». Arte, ¿y eso qué es?, también me pregunto, a mí, a Rembrandt y a todos los que están alrededor de esa camilla esparcidos por mi cabeza. Y me da igual la respuesta.
Veo al muerto y te veo a ti, dejo de ver a todos los doctores con gorgueras blancas abrigándoles el cuello. Pienso en tenerte así, desnudo y callado, desnudo y mío, desnudo al fin y al cabo. Afinando tus tendones como las cuerdas de un violonchelo.
Te abriría, sí, no sé si con un escalpelo o con la lengua, pero en cualquier caso haría un tajo vertical desde tu cuello hasta el ombligo, luego ya vería por dónde continuar.
Estás vivo y sonriente, hasta fiambre te ríes de mí, los ojos abiertos se dirigen a mis pechos, estoy practicándote una autopsia en cueros, y me doy cuenta de ese detalle cuando veo que tus ojos se han vuelto a llenar. No sé qué he hecho con la ropa ni me importa demasiado, imagino que se la habrán llevado esos señores de negro que te rodeaban cuando les he dicho que nos dejaran solos.
Decido rasurar tu pecho, es lo primero que hay que hacer, y con una cuchilla sin estrenar te libro de cuatro pelos. Eres tú varón de pelo en pecho, pero escaso, unos pocos desperdigados que nunca te has atrevido a quitarte por miedo al qué dirán.
Muevo el flexo que cuelga del techo y confirmo lo que siempre he imaginado, tu piel es amarilla, cetrina, como esos pellejos que padecen del hígado. Las pieles que no son blancas ni negras pertenecen a personas que solo nacieron con media vida, la otra mitad ya la traían gastada, llegaron al mundo a medio gas, salvo los orientales, esos no, ese es un amarillo de otro color.
Aun así observo tus pezones y el vello que me he dejado sin retirar, cercándolos, como un césped ralo.
Aunque estés medio vivo me da miedo hacerte daño. Me inclino sobre ti y nos miramos fijamente, pecho a pecho, tengo la sensación de que tu labio superior se curva como antaño, hacia el espacio interestelar. Y con un bisturí en la mano, comienzo a cortar.
Eso es lo más cerca que voy a estar de tu carne, la separación entre el filo sostenido entre mis dedos y tu piel, un centímetro de condena a no rozarnos. Te abres en canal y entiendo la complejidad de la frase en ese surco oscuro que se ensancha ante mis ojos. No sangras, estás reseco, no hay una gota de líquido dentro de tu cuerpo. En un rincón se escucha un tambor que suena a guerra, debe ser el corazón o un artefacto que estallará si lo rozo. Introduzco la mano, viro a la izquierda y lo acaricio entre dos y tres pulsiones. Solo eres un cuerpo vacío que late, un cuerpo vivo que yace muerto.
No hay nada más que ver ni que enseñar a aprendices ignorantes e indefensos. Ahora sí, ha llegado el momento de hilvanar, de cruzar en sentido inverso, puntada a puntada, el abrevadero abierto a lo largo de tu pecho. Te beso en los labios, fríos como cabía esperar, y digo a los estudiantes que pasen, que terminen ellos, tengo una cita con Monet, para ver un sol naciente.
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