En última instancia, e incluso en las más pésimas circunstancias posibles, la libertad de decisión es inherentemente propia, rayanamente individual, sólidamente intransferible y futilmente inevitable. Uno puede elegir suicidarse o, en cambio, tomarse un café. Uno puede hallarse picando piedra, extremadamente desnutrido, en uno cualquiera de los campos de concentración de uno cualquiera de los regímenes fascistas que ocuparon el territorio europeo hace casi 100 años y, extenuado, indefenso y derrotado, hallándose asomado al liminal precipicio entre la vida y el más allá, uno puede decidir si bien intentar golpear una roca con el pico una vez más, bien dejarse llevar por la marea de las fiebres, hasta que la muerte llegue por sí sola, con su pluma letal y su aroma inequívoco, ofreciéndose a arroparle por siempre jamás su piel mustia y gomosa.
Uno puede decidir sucumbir a las circunstancias y dejarse llevar por ellas, al igual que una oveja en medio de un rebaño de cientos, o, en tal caso, puede también decidir buscar la forma de hacerse hueco hasta llegar a los bordes del rebaño para buscar pastos frescos por cuenta propia, alejándose de la inercia grupal y haciendo pleno uso de la soberanía de sus cuatro patas y su mandíbula al ritmo que más le guste.
Uno puede decidir sentarse frente a la televisión todos los días y tragarse de continuo las sandeces que se retransmiten sin cesar a través de esta sin un fin ni una finalidad transparentes; o puede también decidir apagar la televisión y abrir un libro cualquiera por una página cualquiera, por ejemplo la primera, y empezar a leerlo, a ver qué ocurre; o puede también decidir apagar la televisión y llamar por teléfono a esa persona cuya voz hace tanto tiempo que no escucha; o puede también decidir apagar la televisión y contactar con su terapeuta, amiga o persona favorita y confiarle sus preocupaciones más profundas; o puede también decidir apagar la televisión, ponerse el chandal más molón de su armario y salir a estirar las piernas; o puede también decidir apagar la televisión, coger papel y lápiz y enfrentarse al abismo blanco, o marrón (si el papel es reciclado); o puede también decidir apagar la televisión y encaminarse a fregar los platos; o puede también decidir apagar la televisión e idear algo divertido que hacer con sus hijos a la vuelta del cole o del tenis; o puede también decidir apagar la televisión y comenzar a estructurar la vaga idea del proyecto que tiene detrás de la oreja y que siempre evita considerar seriamente; o puede también decidir apagar la televisión y no hacer nada más que dedicarse a dirigir su atención plena y exclusivamente a las sensaciones que genera en su cuerpo su propio proceso de la respiración y, también, a redirigir su atención de vuelta a su respiración con paciencia y compasión siempre que se dé cuenta de que se ha distraído con algún que otro pensamiento cualquiera; o puede también decidir apagar la televisión y tirar a la basura el enésimo paquete de cigarros de su vida, el que se acaba de comprar en el estanco; o puede también decidir apagar la televisión y hacer las paces con su piano y retomar la práctica musical; o puede también decidir apagar la televisión y ordenar la casa; o puede también decidir apagar la televisión y ampliar su perspectiva viéndose un vídeo didáctico o informativo de un tema de su interés, el cual proceda de una fuente distinta a las que suele frecuentar; o puede también decidir apagar la televisión, coger el coche, el metro o el tren e irse unos días a visitar a su padre; o puede también decidir apagar la televisión, bajarse a la verdulería más cercana y preparar el primer potaje de garbanzos de su vida; o puede también decidir apagar la televisión y dirigirse a un punto estratégico para contemplar el atardecer con serenidad; o puede también decidir apagar la televisión y marcarse una serie de ejercicios abdominales porque sí; o puede también decidir apagar la televisión y volver a encenderla; o puede también decidir apagar la televisión, echarle unas fotos y ponerla a la venta en Internet; o puede también decidir apagar la televisión y nada más; o puede también decidir apagar la televisión y ¿…?
Uno puede elegir intentar hacer el bien. Uno puede elegir intentar informarse variadamente. Uno puede elegir intentar atender a la información con la máxima imparcialidad posible. Uno puede elegir intentar comprender. Uno puede elegir intentar aprender. Uno puede elegir intentar aceptar la realidad, por dura que se presente. Uno puede elegir intentar ayudar al prójimo. Uno puede elegir intentar predicar con el ejemplo. Uno puede elegir intentar no hacer daño a los demás. Uno puede elegir intentar denunciar el mal. Uno puede elegir intentar combatirlo. Uno puede elegir intentar unir fuerzas. Uno puede elegir intentar ser proactivo. Uno puede elegir intentar remediar las consecuencias de sus errores. Uno puede elegir intentar rectificar. Uno puede elegir intentar disculparse. Uno puede elegir intentar abandonar prácticas dañinas e insensatas. Uno puede elegir intentar descubrirse a sí mismo. Uno puede elegir intentar sorprenderse consigo mismo. Uno puede elegir intentar escrutar la vida con una pizca mayor de ilusión. Uno puede elegir intentar resistir, superar y trascender los golpes más duros de la vida. Uno puede elegir intentar ser y representar un ejemplo para las nuevas generaciones. Uno puede elegir intentar llevar una vida humilde y templada. Uno puede elegir intentar brillar. Uno puede elegir intentar dar el primer paso. Uno puede elegir intentar dar el segundo paso. Uno puede elegir intentar dar el tercer paso. Uno puede elegir intentar el siguiente paso. Uno puede elegir intentar levantarse. Uno puede elegir intentar descansar adecuadamente. Uno puede elegir intentar respirar adecuadamente. Uno puede elegir intentar alimentarse adecuadamente. Uno puede elegir intentar comportarse adecuadamente. Uno puede elegir intentar empujar sus propios límites. Uno puede elegir intentar romperlos del todo. Uno puede elegir intentar dar un giro significativo al rumbo de su vida. Uno puede elegir intentar permanecer en el rumbo de su vida y tomar las riendas de su carreta individual. Uno puede elegir intentar ser detallista. Uno puede elegir intentar ser agradecido y agradecer. Uno puede elegir intentar ser compasivo y perdonar. Uno puede elegir intentar amar.
Uno puede elegir obstruir su nariz y boca todos los días o puede elegir respirar con naturalidad y libertad. Uno puede elegir ofrecer el brazo para recibir el enésimo pinchazo de una sustancia experimental y peligrosa o puede arrimar el hombro a sus congéneres. Uno puede elegir ser partícipe de un engaño colectivo y reproducirlo desde el miedo y la cobardía o puede colaborar con su entorno para tratar de que la gente viva tranquila, segura y sana. Uno puede elegir sintonizar con quienes escampan el mal o puede elegir sintonizar con quienes construyen el bien. Uno puede elegir enrocarse y no ceder ni un milímetro o puede elegir prestar atención real a la persona que se está comunicando con usted. Uno puede elegir intentar imponer su realidad sesgada a los demás o puede elegir contribuir a la convivencia respetuosa y pacífica de todas las realidades individuales.
En última instancia, uno puede elegir. Lo sepa o no lo sepa. Se dé cuenta o no se dé cuenta. Quiera admitirlo o no.
En última instancia, uno puede elegir aportar o apartarse. En su espacio, uno elige si se exhibe, si se exige o se exime.
En última instancia, uno puede elegir bien ver la televisión, bien leer un libro de Viktor Frankl o Albert Camus, o escucharse una canción de Lágrimas de Sangre o un podcast sobre salud o a un pajarito, o hacer un dibujo o un arrocito o deporte, o estudiar, o crecer.
En última instancia, uno puede elegir. Siempre se puede elegir. Siempre se elige. En esta vida, siempre.