ELLOS

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Inglaterra, 1904. Es primavera y un hombre atraviesa en su automóvil el condado de Sussex, llevado morosamente por su Destino.

Una vista llamaba a otra; una cima a su compañera, y, ya que responder a la llamada no requería de mí mayor esfuerzo que empujar hacia adelante una palanca, confié el condado a mis ruedas y me dejé llevar.

Así comienza Ellos (They), un encantador cuento de fantasmas que Rudyard Kipling escribió tras la muerte de su hijita Josephine. Publicado en la revista Scribner´s Magazine en 1904 y en su antología del mismo año Traffics and Discoveries, Ellos es una pieza exquisita, una fantasía evanescente y melancólica, que habla de la pérdida, el amor y la compasión, de la belleza del abismo, de la Naturaleza que hace nacer y morir sin cesar, y que conecta a todos los seres como madre solícita e indiferente.

El protagonista, el mismo Kipling, llega, a través de los bosques de las colinas, a la hermosa mansión de Hodnington Hall:

me retenía la extraordinaria belleza de aquella joya en aquél escenario, el sitio más hermosos que he visto en mi vida-, a donde regresará dos veces más. La narración se resuelve así en un ciclo de tres viajes a lo largo de las estaciones de primavera –el velo perturbador de los bosques repleto de luz solar y una vereda alfombrada de terciopelo marrón donde brotaban como jade matas de primavera marchitas, y unas campánulas azules cabeceaban al unísono, enfermas, sobre sus tallos blancos-, verano -el verano resonaba profusamente en el bosque– y otoño – La Inglaterra del verano se desvaneció en un  escalofrío gris y la escarcha salada se me pegaba a los labios. Noté que la suave brisa cambiaba y mirando hacia el mar, contemplé el azul del Canal tornándose en plata bruñida, luego en acero mate, y finalmente en peltre deslucido.

De la mano de un hada de mutilada belleza, la ciega señorita Florenc:

me miraba con aquellos ojos azules abiertos que no veían nada y por primera vez me di cuenta de que era guapa; su voz habría hecho salir almas extraviadas del Abismo, por la ansiedad que escondía en su dulzura– el viajero que puede ver y que conduce con especial cuidado termina por descubrir el secreto de Ellos.

El velo se rasga con un gesto, en el viaje de otoño, cuando la Naturaleza prepara su renovación, cerca de un biombo, reminiscencia tal vez de aquél que adornaba el salón de su casa de Naulahka en las fotografías de Josephine.

…dejé de tocar el antiguo biombo de cuero dorado y me alejé un poco de él. Entonces noté las manos suaves de un niño que tomaban mi mano suelta… Un breve beso rozó el centro de la palma de mi mano: como un regalo allí donde uno esperaba, tal vez, que los dedos se cerraran.

Josephine Kipling

En sus ensayos sobre la obra de su maestro Kipling, Somerset Maugham hace una lectura objetiva de Ellos y renuncia a su cualidad sentimental –No hay nada oscuro en Ellos. A mi entender, no hay nada siquiera sentimental-. Para él, el relato es una metáfora precisa del proceso de duelo tras la pérdida de Josephine, patente en algunas disonancias, momentos en los que el protagonista manifiesta su ira o su desprecio del mundo, que llaman la atención y generan en el lector una cierta extrañeza. Aun así, lo exquisito del cuento de Kipling es su conmovedora poesía, su calidez incluso en las notas mórbidas, el ensueño que al fin descansa sin tensión, al otro extremo del condado.

Cuando leí Ellos por vez primera me vino a la cabeza Gustav Mahler en su villa de Maiernigg, donde empezó a componer, el verano de 1901, los Kindertotenlieder (Canciones para los niños muertos) junto a su Quinta Sinfonía, fascinado por los poemas de Friedrich Rückert. En noviembre conocería a Alma Maria Schindler y en 1902 nacería su hija Putzie. Mahler escribió el último Rückert Lieder en 1904; Putzie falleció tres años después. Nunca llegó a superarlo.

Rudyard Kipling
Gustav Mahler

Oí entonces su voz desde arriba, cantando como los ciegos cantan; con el alma: …en los hermosos huertos cercados…

Y todo mi primer verano acudió de nuevo a la llamada. En los hermosos huertos cercados pedimos a Dios que bendiga nuestras ganancias Pero que Dios bendiga nuestras pérdidas va más con nuestra naturaleza.

 

 

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