Mi adicción literaria es tan diversa, tan heterogénea, tan ecléctica, que es difícil decir un estilo, una escuela, una tendencia determinadas.
Legué a la literatura de la mano de Ibañez y El Capitán Trueno, seguí con Rudyard Kipling y Marcial Lafuente Estefanía. Cualquier cosa con letras que cayera en mis manos pasaba automáticamente a mis ojos. Es cierto que mi padre intentaba poner un cierto orden en mis lecturas, pero aunque puedo decir que mis libros de cabecera fueron “StalKy & Co” y “Cuentos de la Alta India” y que una versión de “IF” presidía mi mesa de estudios desde que yo puedo recordar, no estaba cerrado a ningún otro género literario, y así entraron en mi vida Julio Verne, Emilio Salgari, Karl May, H.G. Wells, Edgar Rice Borroughs o Zane Grey. Así que pronto comprendí, 12 o 13 años, que me apasionaba la ficción y que había libros que enseñaban más, o mejor, que los de texto. Aún hoy oigo hablar de parajes que conozco sin haber estado nunca en ellos.
Por Borroughs llegué a la ciencia ficción, por él y por las novelitas de Bruguera que publicaba en el mismo formato que las de vaqueros.
Aún recuerdo con añoranza aquellas caminatas con mi compañero Javier Salas hasta la calle de Benito Gutierrez esquina a Juan Álvarez de Medizabal donde una señora ponía un tenderete lleno de libros de segunda mano. Allí compre la Saga de Carter en Marte, y la de Carson en Venus, y los libros de las primeras colecciones de Ciencia Ficción publicadas en España por la Editorial Géminis y Nueva Dimensión o Ferma, precursoras de Bruguera y su colección de traducciones de “Fantasy & Sciencie Fictión”, primera colección que llegaba con regularidad a los kioscos.
Ahí me hice amigo de Ray Bradbury, de Philip K. Dick, de Poul Anderson, de Fritz Leiber, de Isaac Asimov, de Clarke o de Zenna Henderson, entre otros muchos autores que te contaban como era el universo más allá de la fronteras del día a día o más adentro de las fronteras de la piel y del tamaño.
Quise, desesperadamente, desesperanzadamente porque en nuestro país no había ninguna posibilidad, ser Susan Calvin, la protagonista de Yo Robot. Quise conocer los mundos exteriores con la misma pasión que los mundos interiores. Comprendí que todo era posible, incluso lo imposible, y la famosa frase de Dick: “He visto cosas que vosotros jamás creeríais”, se hizo una frontera franqueable para mi mente.
La ciencia ficción ha sido, a lo largo de mi vida, la más eficaz herramienta para que mi mente no admitiera más limites que lo que no era capaz de imaginar, e, incluso, esa frontera se intentaba traspasar con imaginación o con consciencia de la existencia, o inexistencia, de lo inalcanzable, de lo inconcebible, de lo inabarcable.
He pasado gran parte de mi vida convencido de que me había asomado a todos los rincones que mi mente era capaz, o incapaz de procesar, y han bastado un par de libros recientes para darme cuenta de que una vez más, otra vez, había mundos que ni siquiera había sospechado y que estaban a mi lado. Perspectivas para mirar lo que nos rodea, o a lo que rodeamos, que ni siquiera había imaginado.
Es increíble la perspectiva que una tradición cultural ajena a la nuestra es capaz de aportarnos, la riqueza de matices existenciales, o inexistentes, que esa otra forma de mirar encuentra y que nuestra mente nunca había explorado, o con cuya frontera se había topado sin siquiera ser consciente de que la tal frontera existiese.
Fue espectacular encontrarse con la tradición oriental y enfrentarse al universo desde una perspectiva cultural totalmente ajena. Fue desconcertante, pero maravilloso, esclarecedor, refrescante, innovador, enfrentarse al universo de la mano de Cixin Liu y su “Problema de los Tres Cuerpos”, una novela complicada de leer por su profundidad, por la mirada cultural con que está escrita, y porque los nombres nos son tan ajenos que es difícil recordar un capítulo más adelante quién era quién o siquiera si era mujer u hombre. Pero la pena tiene la recompensa de percibir, cuando el problema se ilumina, como tu cerebro ha activado algunas zonas hasta ese momento ignoradas.
Y me ha vuelto a pasar. Me ha vuelto a pasar con “Quién teme a la Muerte” de Nnedi Okorafor, una novela con una carga étnica tan espectacular que la magia no es más que un instrumento sin el que el mundo no podría sobrevivir. No una magia blanca y occidental, si no esa magia misteriosa, profunda, enraizada con la naturaleza que los africanos asimilan como un componente más de su realidad cotidiana.
Descubrir en tu interior la riqueza que el exterior no te permite alcanzar, bucear hacia adentro lo que no puedes navegar hacia afuera, traspasar reduciendo lo que no está al alcance de tu expansión, es solo uno de los crecimientos lineales que la búsqueda, así planteada, sin definir el objetivo de esa búsqueda, te permite, pero no el único. También el conocimiento se encuentra a tu lado, siempre que seas capaz de ver en los demás aquello de lo que tú mismo careces. Siempre que seas permeable a lo que los demás te puedan aportar sin la desconfianza absurda que te lleva a recelar de todo lo ajeno.
La riqueza del universo no sabe de etnias, ni las células de nuestro cuerpo saben de colores más allá de los que les aconseje el clima. La única riqueza satisfactoria es la de poder acercarse a los misterios inalcanzables y notar el cosquilleo de su aceptación consciente incluso en la ignorancia.
Leer es disponerse a ver el mundo con unos ojos diferentes a los nuestros, es aceptar que lo que nos dan es más rico que lo que damos, es ser, sin cortapisas ni soberbias, un poco mejor, estar un poco más completo.