No es el vaivén del chucuchucu, ni se habla de ello solo en la capital, pero se habla mucho y en todas partes y si no es un vaivén poco le falta.
¿Vivimos en una democracia? No, no vivimos en una democracia, vivimos en una suerte de régimen símil democrático que imita algunas de sus formas pero no asimila ni el fondo ni los objetivos. Esto tiene poco debate. Votamos, pero desconocemos el valor de nuestros votos. Votamos pero según donde vivamos somos ciudadanos de diferente clase y con distinta capacidad de ser representados. Votamos pero nadie tiene en cuenta, ni siquiera nosotros, lo que queremos o como tienen que representarnos. O sea que respecto a una democracia lo que nosotros vivimos tiene en común, únicamente, que votamos.
¿Cómo se llama lo que vivimos? Formalmente una partidocracia, un sistema en el que ciertos grupos de poder se organizan en instituciones llamadas partidos a las que se asigna una ideología, una posición en un eje de representatividad de coordenadas izquierda-derecha, y que mediante los votos de los ciudadanos, y conforme a unos llamados programas, relación fantasiosa de máximos y mínimos que nunca existe voluntad de cumplir, ejercen el poder durante un periodo pactado. En realidad una suerte de aristocracia, no hereditaria la mayor parte de las veces, de carácter temporal.
¿Por qué una partidocracia no es una democracia? Porque a pesar de que votamos no elegimos a nuestros representantes, sino una relación cerrada de candidatos que están al servicio del cabeza de lista y que cumplirán sus instrucciones y no los compromisos adquiridos con los ciudadanos o sus expectativas a la hora de votar. Porque los partidos son organizaciones rígidas, sin capacidad real de representar a los ciudadanos de una circunscripción o, ni siquiera, de hacerse portavoces de las necesidades de circunscripción alguna si estas necesidades contradicen a las generales del líder.
¿A quién representa la partidocracia? A las ideologías, nunca a los ciudadanos, la mayoría de los cuales no comparten, total o parcialmente, la ideología dominante. De forma absoluta, si la mayoría es absoluta en la cámara de representantes, o de forma matizada, si tiene que llegar a acuerdos, el elegido presidente de gobierno tiene cuatro años para tomar las iniciativas que considere favorables a sus intereses, en primer lugar, a los de su partido, en segundo, y a los de su ideología, en tercero, sin reparar, en el mejor de los casos, en los que no lo votaron, y digo en el mejor de los casos porque hay muchas ocasiones en las que se legisla contra, o como afrenta a, los que no lo hicieron. No importa que sumados sus votos, los que lo han aupado a esa posición, no vayan más allá de un tercio de la población, su poder es, y así lo siente, absoluto durante cuatro años, y si toma decisiones en contra del bien común, del interés del estado o de las leyes del país, ya se encargará de explicarlo con la dialéctica política, con la dialéctica ocultista, ventajista, manierista y mentirosa con la que los políticos dicen explicar sin explicar nada, sin una sola verdad rotunda y contrastable.
Con la democracia sucede como con las virtudes, la perfección no es alcanzable, pero es una meta en la que no cejar para acercarse día a día a su consecución. Nunca viviremos una democracia plena, no es humana, pero eso no significa que tengamos que conformarnos con sistemas imperfectos que remedan groseramente nuestro objetivo, conque acojamos con resignación un sistema que trabaja contra nuestros deseos y traba nuestras posibilidades y esfuerzos, como es el actual.
¿La partidocracia es mejor que una dictadura? Claro, una herida superficial es mejor que una fractura abierta, pero eso no significa que hacernos heridas a diario tenga que ser nuestro objetivo. El problema es que la solución es tan compleja, hay tantos intereses en que no se produzca y existe una desmovilización tal entre los ciudadanos, por no hablar de las movilizaciones ideológicas que trabajan en contra, que se hace difícil atisbar un camino practicable. No se puede pasar de un sistema viciado a una vía de progreso de una sola vez. No se puede desmontar el sistema, vía política, concienciar a los ciudadanos de su papel, vía educativa, y montar una alternativa razonable, vía ejecutiva, de una sola vez, y el sistemático fracaso de las revoluciones y de los movimientos populares, lo demuestra.
¿Democracia representativa o democracia asamblearia? Este es un falso debate. Democracia, sin apellidos, es el sistema en el que todos y cada uno de los ciudadanos se siente representado en las decisiones, incluso en las que son contrarias a su criterio. Solo bajo esta premisa podemos hablar de democracia. La democracia representativa es sin duda la forma más ejecutiva de representación de un colectivo, es imposible, es inoperante, la consulta sistemática de las decisiones a tomar, lo que no puede significar en ningún momento que la capacidad ejecutiva de una cámara de representantes, pueda constituirse en una capacidad impositiva o coercitiva respeto a los administrados, suplantando sus expectativas.
Pero si la democracia representativa es imprescindible, no podemos caer en el error de considerar que es la verdadera y única democracia. No, la democracia más directa y perfecta es la democracia asamblearia, la que convoca a los ciudadanos a mostrar su opinión individual sobre los problemas que les afectan directamente, a defender su posición en igualdad de oportunidades respecto al resto de las opiniones. Claro que tampoco esta es perfecta, basta con asistir a una junta de vecinos para ver a los mediocres medrar, a los ávidos recolectar delegaciones de voto y a los poco concienciados a escabullirse de las responsabilidades, para comprender el mucho camino que quedaría para conseguir que una democracia asamblearia fuese realmente representativa, pero para eso primero hay que lograr una formación, una conciencia ciudadana, que hoy por hoy el sistema niega.
Los logros hay que buscarlos con tacañería, con parsimonia, con visión de futuro. No cayendo en el viejo dicho de que lo mejor es enemigo de lo bueno. No cediendo a la tentación de que el logro del todo nos haga renunciar a la lucha por las partes. Objetivos inmediatos y concisos.
Por eso, antes que plantearme la idoneidad de los grandes debates, como la esencia de la democracia, o el sistema perfecto en el que desarrollarla, aunque sin olvidarlos, mi lucha es por corregir los más inmediatos obstáculos que convierten a nuestro país en una partidocracia que se retroalimenta con nuestras esperanzas, con su frustración.
Listas únicas, que nos permitan votar a aquellos representantes que hayan hecho méritos para merecer nuestra confianza, o nuestro aprecio, o simplemente nuestro reconocimiento, no por su ideología, por su afinidad con otro, o por su medraje en estructuras que nos son ajenas.
Circunscripción única para cada ámbito convocado, que permita que todos los votos valgan lo mismo, que cada ciudadano tenga la misma capacidad de elección a la hora de votar, que en un mismo territorio no haya partes cuyos votos puedan imponerse, por la única razón de que así lo marca una ley mal construida o una razón matemática, respecto a los demás.
Y mientras estas dos premisas no se cumplan, mientras los ciudadanos tengan que votar bajo premisas ideológicas que no comparten, a personas que ni conocen en el momento de votar ni conocerán cuando cesen en sus funciones, a personas cuya única función será apretar el botón que les digan y asistir a las reuniones que les manden, yo no los podré considerar representantes de nadie. Mientras los ciudadanos de Toledo tengan una diferente capacidad de representación que los de Gerona, por poner un ejemplo, en las decisiones del país, mientras ciertos territorios estén primados en el valor de sus votos respecto a otros, por intereses políticos, por resultados matemáticos o por incentivos poblacionales, cuando lo que se decide nos afecta a todos por igual, yo no podré considerar que el sistema es democrático.
Por eso ciertos debates impostados, fatuos, carentes de pertinencia o de realidad, no me parecen otra cosa que el vaivén del chucuchucu, el que nos van a dar, con el que nos quieren marear.