EL TREN DE LA BRUJA…

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«¡Cómo vuelvas a darme con la escoba te meto una leche que te espabilo!», la chica disfrazada de bruja se alejó mirándonos asustada, ella hacia lo que la mandaban: «golpea a quien pase por tu lado, asústalos cada vez que el tren salga del túnel». Todo el mundo reía, yo no y mi madre tampoco.

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Ella, mi madre, nunca hablaba mal, como mucho un joder cuando ya estaba muy harta, aunque eso apenas ocurría, su paciencia era infinita. Ese día le dolían los pies, eso lo recuerdo bien, los llevaba encima de unas cuñas de esparto, al empeine le cruzaban dos tiras azules de la que sobresalían unas conchas nacaradas. Yo tampoco quería estar ahí, ni que una mujer con la cara blanca y los dientes negros me pegará golpes en la espalda, no me daba miedo, solo flojera, y ya tenía bastante con el calor y una madre enfadada.

Creo que era domingo, solo lo creo porque han pasado tantos años como para que solo queden destellos de algo, seguramente medio inventado. Esos fogonazos que te incendian la cabeza casi cincuenta años después, sin ni siquiera saber por qué continúan ahí, explotando de vez en cuando.

La sensación era la que provocan los domingos a lo largo de la vida, esa tristeza rancia con la textura de un puré de lentejas conservado durante días en la nevera, sin una gota de caldo, cubierto por una costra marrón. Tenía los deberes hechos ya y una madre obligada a salir para que me diera el aire, o seguramente, para que ella pudiera respirar.

La idea no era ir allí, era ir a casa de mi tía, donde se podía desahogar mientras yo jugaba con mis primos, o con nadie, porque yo no necesitaba a nadie para jugar, porque yo no necesitaba a nadie, salvo a ella.

No hubo manera de encontrar un taxi que nos llevara a Usera, tampoco pasaban los autobuses, probablemente el tren de la bruja fuera el único medio de transporte que encontramos tras andar durante un buen rato, creo que formaba parte de las atracciones de la verbena de San Isidro o yo qué sé, y hasta allí debimos llegar caminando; yo sobre unas deportivas del tamaño de mis cinco o seis años, ella sobre unas sandalias que la estaban martirizando.

Intentaba que yo no notara su disgusto, sonreía sin que se le cerraran los ojos, con una mueca que no me tranquilizaba nada. Sus motivos tendría, porque no era de tristezas porque sí ni mucho menos de mostrarlas.

No recuerdo cómo volvimos a casa, pero lo hicimos, lo que no he olvidado es que el aterrizaje de ese viaje fue en el sofá cama del comedor. Ella, ya descalza, con los juanetes colorados como si les hubiera dado el sol o estuvieran a punto de estallar, al aire. Mamá siempre fue de pie ancho por culpa de esos huesos que formaban pequeñas dunas en los alrededores del dedo gordo.

«Bájate a jugar a la calle», me dijo, pero yo no quise. Miraba a los niños desde la ventana, jugaban con una pelota a darse balonazos unos a otros. Escuchaba mi nombre a través de los cristales, el portero automático de entonces, a los amigos se les llamaba a gritos; los padres te mandaban subir a cenar del mismo modo, pero en sentido inverso. Esa ventana que lo mismo servía para conversar que para que un bocadillo con aceite y sal aterrizara entre tus manos envuelto en la última hoja del periódico, una buena noticia cayendo del cielo. Eso eran esas ventanas, el túnel que comunicaba el infierno con el cielo.

Recuerdo que ese día ni siquiera abrí para no contestar, esa mezcla entre el querer y el deber, la culpa y la expiación, eso que llevo a cuestas desde que empecé a hablar.

Se cansaron, «demasiado pronto», pensé. Pasar desapercibida queriendo ser el centro de atención, otro rasgo señalizado con boyas en el mar de mi genética, una más de mis siete mil ochocientas contradicciones a las que solo yo encuentro sentido.

Ese día no pasó nada más, ni siquiera nada de lo contado parece relevante. Ojalá pudiera preguntarle a ella el motivo para haberlo almacenado en mi memoria, siempre he sospechado que alguno había, pero esa es una de esas preguntas que se quedarán sin respuesta, del mismo modo que nunca sabré el porqué de no haber vuelto a pisar jamás otra verbena.

 

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Carolina Saavedra
«Sueño para escribir y escribo para seguir soñando» dice Carolina Saavedra, escritora madrileña. Así lo cuenta y lo escribe, para que se cumpla. Con Cuentos de Ulises mudo, sirenas varadas y otros mares, cierra lo que ella define como «trilogía del amor y la devastación». Esa triada la completan su segunda novela Cuando Nevers invadió Hiroshima, editada en 2022 y Palabras para no borrarte, un pequeño diccionario poético publicado a finales de 2020. Antes de ese trío, en diciembre de 2019, nació su primer libro, Eva de paso. Ella se define como una cuentista que a veces escribe de más y las historias cortas le crecen sin que pueda evitarlo, convirtiéndose en novelas. Pero en su opinión: «lo importante se encuentra en el detalle mínimo, ese de donde brotan todas las palabras».

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