EL SENTIDO 

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I. Dora, el alter ego de mi padre.

El día en el que dejé de andar, no supe qué, decir. Llegué a ese punto en el que se baja la cabeza y un blues de mierda te limpia los oídos de cera. Era un Click de Famóbil con los ojos llenos de lágrimas. Mercy de Daffy era mi canción  favorita; uno es cachondo y a pesar de todo, esa rubiata enana encendía mis versos sobremanera.

A los ocho, Alonso, mi hijo mayor, hacía un corazón con las tripas y sufría del desayuno de un padre con mala leche; viudo, paralítico, y acojonado.  El día empezaba a valer la pena cuando Alonso me mandaba a la mierda. Entonces, la relación padre e hijo se tornaba real; olvidando todo lo demás; acabábamos abrazados, llorando y  compartiendo el humo relajante de los recuerdos mezclados con marihuana.

Una vez al mes, recibía la visita de Dora, la gran puta ecuatoriana. Gorda, muy gorda y con una boca redonda y carnosa, ideal para para el noble arte de la succión. Lo más extraordinario eran, después del servicio, las maravillosas tertulias que Dora y yo manteníamos; se puede ser puta, pero no tonta, y mi Dora era, en su recia hermosura andina, una persona excepcional. Sentada al borde de la cama, relataba cómo la vida había devorado todo aquello que la luz le había regalado:

– Usted, al menos, Don Carli, es buena persona y un hombre decente, que no abusa de las mujeres.

– ¡Pero qué dices, Dorita, si me comes la polla, el último viernes de cada mes! ¡Yo soy un cabrón, como todos, mi niña!

Entonces ella, con la sabiduría de Eva, no respondía, se limitaba a acariciar el poco pelo que me quedaba.

-Ay, señor, no diga usted esas cosas, que me da la triste…

Dora no vino el último viernes del siguiente mes, ni al otro, ni al otro.  Mi hijo se encogía de hombros cuando le preguntaba por ella.

Alonso me consiguió una filipina pajillera que no sabía hacer la O con un canuto. Aquello era deprimente. No quise más putas; o Dora o ninguna.

 

II.

Papá murió la semana pasada. Creo que se cansó de vivir. Una acelerada llamada el viernes por la tarde, fue el presagio de la noticia, era Antonia, la filipina:

– ¡Ay, señor, Ay, que al  señorito Carli, le ha pasado algo!

Antonia me contó su llegada a casa de mi padre. Cómo él, con su habitual carácter, mandó a la mierda a la filipina, algo habitual a lo que Antonia no hizo caso; le bajo los pantalones del pijama y comenzó a darle a la manivela.

– Señor, y le juro que el Don respondió muy bien, que enseguida subió el mástil, terminando en manantial puro del agua-hombre. Lo que me llamó raro es que no sonara «puta» en mis oídos. Le miré y tenía los ojos cerrados, por primera vez, vi paz en su rostro.

 

III.

Dora, el alter ego de mi padre, acudió al funeral. No había prácticamente nadie en la iglesia, de modo que Dora se sentó a mi lado. Me dio un beso:

– ¿De qué murió, sito Lonso?

– Pues no se sabe muy bien. La autopsia no reveló nada; ni infarto, ni daño cerebral. Se cansó de estar.

Dora cogió mi mano.

– Yo cuidaré de él, no se preocupe, señor Sito. Don Carli es un hombre bueno.

Se levantó, acarició el poco pelo que me quedaba y se marchó.

 

No volví a verla, hasta mucho tiempo después, cuando dejé de andar debido a la artrosis.

 

 

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