EL SEÑOR MAYOR

Contra el (falso) libertarismo y el (falso) derecho natural 

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Redacto estas líneas desde mi amada Francia, en la bella y a la vez enervante ciudad de París. La espléndida restauración de Notre-Dame servirá, momentáneamente, como catalizador del orgullo nacional, pero las chispas del optimismo desaparecerán en unos pocos días. Créanme cuando les digo que la situación política del país es tremendamente más grave que en España y, sobre todo, mucho más relevante para el futuro de Europa que nuestras tribulaciones pueblerinas, por dramáticas que nos parezcan. Porque los males que nos aquejan no son en nada diferentes a los que asolan Europa. Pero las consecuencias de lo que pueda pasar aquí, en Alemania o en el Reino Unido, marcará el porvenir de nuestros hijos. Nosotros somos unos meros seguidores.

Hace unos días escribí sobre la supuesta superioridad moral de la izquierda, empachada con eslóganes a falta de un verdadero proyecto de transformación. Hoy toca desmontar, en mi última colaboración con Plazabierta, la verborrea soberbia de la derecha, y en especial su última invención, el libertarismo, bajo cuyo brillante envoltorio, en mi opinión, se oculta la misma ideología de siempre. Y haré esta crítica haciendo uso de la libertad de expresión que también a mí me ampara, procurando (a diferencia de otros) no ofender a nadie.

El pasado día 3 de diciembre se reunieron en el Senado de España (desvaída institución y todo lo que ustedes quieran, pero sede también de la soberanía popular y por lo tanto digna de un mínimo respeto) unos señores que se dedicaron a decir todo tipo de cosas, en unas ponencias en supuesta defensa de los derechos humanos. Bajo el argumento de que el derecho natural antecede al positivo, artefacto que ponen en cuestión en cuanto contradice sus postulados, se dijo que Occidente se ha instalado en la cultura de la muerte, que la madre debe aportar ternura y el padre límites, que la eutanasia es un crimen asistido por el Estado, y que Europa debe defender su tradición cristiana. Una carga en toda regla contra la cultura del wokismo. Por cierto, que a última hora decayó la invitación a George Kaluma, un diputado keniano que ha defendido la cadena perpetua para gais y lesbianas. Algo de vergüenza todavía quedaba, por lo que se ve. Por si acaso le diré a mi hijo (gay) que no visite ese país.

La mayor de las lindezas las pronunció el señor mayor Oreja, a quien he suprimido la mayúscula de su primer apellido, puesto que, por compasión, prefiero pensar que sus afirmaciones se deben al paso de la edad: “Entre los científicos, fundamentalmente están ganando aquellos que defienden la verdad (sic) de la creación frente al relato (sic) de la evolución. Por eso nosotros no tenemos que tener ningún temor. Estamos ganando”.
No me cabe la menor duda de ello. Aunque su “verdad” de la creación no tenga la menor base científica y sea, en todo caso, una competidora más entre todas las cosmogonías de las diferentes religiones que ha inventado el hombre. Sin duda, la libertad de expresión existe para este señor que tenga incluso el derecho de decir que el Sol gira en torno a la Tierra, o que esta es plana. Pero la comunidad científica, y las instituciones educativas, tienen el mismo derecho para afirmar con contundencia que está equivocado. De hecho, tienen la obligación de hacerlo.

Todos estos ponentes, que rechazan el “adoctrinamiento de ideas woke” en las escuelas porque ya no está en vigor el adoctrinamiento de las suyas, enarbolan la bandera de la libertad cuando les conviene. Se sienten oprimidos si, en nombre de un bien mayor, se les prohíbe salir de casa, confundiendo una gestión política concreta de un gobernante concreto con los principios básico de las políticas públicas. Sin embargo, consideran que la opción ejercida por otras personas para pensar de forma diferente, contradice una serie de derechos naturales: como por ejemplo que la vida humana no pertenece a cada ciudadano, sino a una entidad superior que ni yo ni nadie tiene el gusto de conocer, ni cuya existencia tengo la menor obligación (aunque así fue hasta cumplidos mis catorce años) de aceptar. Y en nombre de ese principio niegan a los demás la libertad de acción que reclaman para sí mismos.

Algunos nos esforzamos en comprender cómo tanta gente normal y decente votó en Estados Unidos por un loco narcisista, fanático, racista y envejecido, y por qué los jóvenes europeos están cada vez más atraídos por los partidos autoritarios. Mientras asumimos con amargura que esos son simplemente los síntomas de una mal más profundo, que en realidad algo no va bien en la democracia, porque el sistema global (no solo político, sino social y económico) no está funcionando, los (falsos) libertarios llaman psicópatas a los representantes políticos que no merecieron su voto, y corruptos a quienes depositaron su confianza en otra opción distinta a la suya, negándole toda legitimidad. No ven más allá de sus narices y no sé dan cuenta de que el (falso) libertarismo que hoy está en boga no es el liberalismo de Hume (por cierto, prohibido por la doctrina cristiana hasta ¡1966!) o Adam Smith, sino el intento (exitoso por lo que se ve) de algunos multimillonarios de nuevo cuño de zafarse del control social y político del Estado que quiere limitar sus tropelías. No favoreciendo la ocupación pacífica de las instituciones por ideologías liberales o menos inclinadas al principio de igualdad, sino mediante la demolición de dichas instituciones por la vía de su desacreditación o, si es posible, por su supresión; y la conversión a esa nueva religión a nuevos adeptos mediante el uso de las redes sociales. Los (falsos) libertarios han convertido una cuestión de grado (más o menos Estado, más o menos políticas públicas) en una posición de máximos, arrastrando con ellos a personas que, en cuanto les duela el juanete, acudirán a las urgencias de la sanidad pública. Consideran que el Estado es la fuente de todo mal (y no digo yo que no lo sea en parte), pero su alternativa es un salvaje “sálvese quien pueda” construido en torno a la idea de la meritocracia, esa cosa de la que disfrutamos algunos por el mero hecho de haber nacido en el lugar y momento correctos, pero que no disfrutarán jamás quienes lo hicieron en el lugar o en el ámbito familiar incorrectos. Y no tienen el menor empacho en mezclar su supuesto amor por la libertad (económica y de expresión) con las ansias de controlar la vida privada de las personas y sujetarlas a esquemas morales de hace cien años, o de imponer concepciones nacionales que supuestamente nacen de unas esencias intocables, por encima de la voluntad de los ciudadanos, y que cualquiera que haya que estudiado Historia sabe que no son más que construcciones políticas, no necesariamente eternas.

Como dice el señor mayor, estos reaccionarios están ganando la partida. Piensan que el gobernante no debe ser removido por la crítica legítima a su gestión, sino por el insulto personal y la descalificación más grosera. Piensan que ellos son espíritus libres, y que no están manipulados (cuando en realidad lo estamos todos) y no tienen el menor empacho en tragarse un bulo detrás de otro, sin el menor interés en conocer los hechos, aunque aceptando que, ni siquiera tras ellos, está la verdad absoluta, pues todos estamos sometidos a nuestros sesgos cognitivos.

Dentro de muchos años, confío en que alguien los estudiará como los tontos útiles que abrieron la puerta a un nuevo experimento de totalitarismo, que terminó fracasando. Yo no estaré para verlo, y aunque quizás mis hijos sí lo sufran y eso apele a mi conciencia para seguir discutiendo con ellos, ya no tengo ganas de hacerlo.

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