EL SANTUARIO DEL GIGANTE BOREAL

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Una gigantesca sombra se desliza suave y plácidamente bajo la superficie de las gélidas aguas árticas. Y no está sola, junto a ella se encuentra Bonle, su pequeño ballenato. Estos poderosos mamíferos barbados, uno de los más grandes y longevos que habitan el Planeta, son bastante desconocidos. Inteligentes, silenciosas, pacíficas, afables, enigmáticas, así son las ballenas boreales o de Groenlandia, unas adorables criaturas.

Ballena Boreal. Imagen de archivo.

 

Famhair ha decidido que es el momento de dejar su habitual morada en la Bahía de Hudson para ir a pasar el verano en las territoriales aguas canadienses. Inicia el mismo recorrido que llevaron a cabo sus antepasados cada año durante siglos, miles de kilómetros de ida y vuelta, no exentos de peligros amenazando por doquier, mucho más para su cría de apenas un año que para ella misma.

No le resultará fácil enfrentarse al riesgo que suponen las previsibles emboscadas de las orcas después que atraviesen la Bahía de Disco y se adentren en el Estrecho de Lancaster. Famhair sabe que aguardan sigilosas en algún escondrijo a lo largo del estrecho, con el fin de sorprender y atacar a las ballenas viajeras. Las conoce bien, son organizadas, inteligentes, actúan y desarrollan sus mortíferas tácticas en grupo. Una vez que seleccionan a una presa la rodean, saltan junto a ella provocando remolinos, la acosan sin tregua, intentan cansarla y cuando lo consiguen la embisten empujándola hacia las profundidades, turnándose para mantenerla sumergida hasta que se ahoga.

Aunque Bonle ha dejado atrás los días de recién nacido de piel arrugada, ha doblado su tamaño, pesa cuatro toneladas y mide nueve metros, es un mamífero con pulmones que necesita salir a la superficie a respirar cada dos minutos. Ha aprendido a escabullirse bajo el hielo pero sigue siendo vulnerable, una cría en período de adaptación y aprendizaje, ajena a los peligros, nadando confiada bajo la atenta y protectora mirada de su madre. Y exhibe con orgullo el rasgo distintivo de su especie, la mandíbula blanca. El viaje es una aventura que despierta su curiosidad. De vez en cuando se aleja unos metros a inspeccionar su hábitat, asombrándose ante la multitud de variopintos habitantes que transitan y comparten el fascinante mundo del océano.

Famhair, a pesar de sus cien toneladas de peso y sus más de veinte metros de longitud, de haber sobrevivido a grandes desafíos en la vastedad oceánica, no subestima la eficacia de sus enemigas, para quienes su formidable aspecto no será una barrera disuasoria. Necesitará unificar sus atributos, inteligencia, experiencia y colosal fuerza, si desea vencer a las astutas y persistentes orcas. Igual que hicieron sus antepasadas también ha desarrollado un vínculo muy fuerte con su ballenato, le protegerá de cualquier amenaza. En realidad su mayor preocupación reside en otra clase de depredadores, más letales y difíciles de combatir.

Un ruido estruendoso, explosivo, de máquinas perforando el lecho marino en busca de petróleo estremece a Bonle, raudo se cobija junto a su madre y ella comienza a darle otra lección de supervivencia. Los humanos han levantado una plataforma petrolífera lejos de allí y pese a la lejanía pueden oír los sonidos que provocan, los podrían escuchar incluso si estuviesen a tres mil kilómetros. Famhair le transmite recuerdos de la trágica historia de su especie, el cruel destino que sufrieron al ser llevadas hasta el borde de la extinción. Durante  la Guerra de la Independencia en 1.790 barcos capitaneados por intrépidos marineros se hicieron a la mar a la caza de ballenas boreales. Entre el estrecho de Davis, la bahía de Disco y las costas de Alaska sacrificaron a 142. Años después, mientras los humanos continuaban con sus interminables luchas, en 1.815 se libraba la batalla de Waterloo, otras 300 ballenas resultaron abatidas.

En Londres surgió una moda con el aceite que extraían de sus cuerpos, sustituyendo al gas de las lámparas del alumbrado. En París fueron los corsés de ballenas. Les siguieron otras modas, la transformación de la grasa en aceite para fabricar lacas, textil, cuerdas, pinturas, jabones o margarina. La insaciable demanda humana hizo que cada vez más balleneros zarpasen a capturarlas. Algunos de aquellos barcos quedaron atrapados en el hielo y la mayoría de los hombres sucumbieron al escorbuto, a las bajísimas temperaturas o a la gangrena. En 1.870 un barco noruego apareció equipado con arpones de escopeta. La máquina disparaba el arpón cargado de explosivo y al clavarse en la ballena estallaba. Hasta 1.911 continuó la caza indiscriminada, pero para entonces el 99% de la especie había sido masacrada, más de 15.000 ballenas boreales exterminadas. Detrás dejaron una imagen dantesca, innumerables cadáveres destrozados flotando en un mar de sangre.

La 1ª Guerra Mundial convirtió a los cetáceos, en general, en víctimas ausentes.  La grasa de otras ballenas fue utilizada para fabricar nitroglicerina y los soldados se friccionaban los pies con su rica aceite para evitar “el mal de las trincheras”. Al fin, en 1.935, las pocas ballenas boreales que quedaban fueron la primera especie en ser protegida. Después llegó la 2ª Guerra Mundial. El conflicto bélico se saldó con miles de barcos hundidos cargados de combustible, armamento, y miles de vidas humanas destruidas junto a ellos. Una repulsiva herencia en forma de pecios se asentó en el fondo de los mares, oxidándose en el tiempo, un funesto legado para las generaciones posteriores y la vida natural.

Caza Ballenas. Imagen de Archivo

 

Famhair se ve obligada a interrumpir su relato, unos ligeros sonidos la advierten de la cercana presencia de orcas. La cría se posiciona sobre su lomo. Los depredadores intentan cortarles el paso, las rodean y comienzan sus estrategias. Dan grandes saltos y se dejan caer agitando las aguas, pretenden que Bonle pierda el equilibrio y en la confusión termine apartada de su madre. La reacción de Famhair no se hace esperar, arriesgando calcula el momento idóneo, se desliza hacia arriba con un fortísimo impulso y al caer, su gigantesca aleta golpea con tal furor que levanta una enorme ola, las orcas huyen despavoridas, se dispersan. Bonle puede volver a disfrutar de la seguridad que le ofrece el descomunal cuerpo de su madre. El susto ha pasado, ya están llegando al final del estrecho.

El canto animado de otras ballenas boreales las reclama, saben que las están esperando, responden emitiendo extraños sonidos a través de sus espiráculos. El reencuentro es celebrado con júbilo, interactúan entre ellas siguiendo misteriosos rituales. Algunas muy ancianas con más de doscientos años, testigos mudos de nuestra historia, celebran especialmente conocer a Bonle. Pasarán juntas el verano y a finales del otoño regresarán a su santuario, donde está su alimento, el krill. Pero estas pacíficas y majestuosas criaturas tendrán que enfrentarse a un nuevo reto, una vez más provocado por los humanos, el cambio climático. El Paso del Noroeste se está derritiendo.

 

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