EL REY CAZADO

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Parece que el exilio de los Borbones es una tradición que Juan Carlos I no ha querido romper, poniendo en juego, como algunos de sus antepasados, la estabilidad de la monarquía en nuestro país. Desde Carlos V (1788-1808), no muy entregado a sus obligaciones como rey, forzado a la abdicación por la Francia Napoleónica, siguiendo con Fernando VII tras firmar, junto a su padre, las denominadas abdicaciones de Bayona (Francia), que cedieron a Napoleón sus derechos dinásticos que éste otorgo a  su hermano José I Bonaparte con un reinado efímero al  no ser aceptado por el pueblo  lo que derivó en la Guerra de la Independencia (1808-1814), para pasar a continuación a Isabel II que, obligada por  la revolución de La Gloriosa,  abandonó España, dando paso al Sexenio Democrático (1868-1874). Posteriormente, la primera república dió al traste con Amadeo de Saboya, de la familia real italiana que solamente reinó durante tres años (1870-1873) y que, tras su muere en Turín en 1874, dejó la puerta abierta a Alfonso XII cuyo reinado (1874-1885) fue un período tranquilo, al ritmo de la alternancia gubernamental entre Cánovas y Sagasta y cuya muerte de tuberculosis a los 27 años permitió que Alonso XIII, el abuelo de Juan Carlos I, reinara entre 1886 y 1931 pasando al exilio al instaurarse la II República el 14 de abril de 1931 que terminó con la dictadura de Francisco Franco tras su victoria en la Guerra Civil  (1936-1939), sumiendo al país en una autarquía que duró cuarenta años y que no permitió que Juan de Bobón reinase, convirtiéndose en el exilio en un rey sin corona.

La muerte del dictador dio paso a la actual monarquía parlamentaria, cuya Constitución, votada por los españoles, dedica el Título II a La Corona, disponiendo en su artículo 56 que:

  1. El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes.
  2. Su título es el de Rey de España y podrá utilizar los demás que correspondan a la Corona.
  3. La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65.2.

Bien es cierto que la proclamación de Juan Carlos I como rey de España tras la muerte del dictador era algo planeado por éste, quien lo nombró su sucesor a título de rey con la ratificación de las Cortes el 22 de julio de 1969, que presidió el propio jefe del estado para evitar disensiones por un amplio sector que no veían con buenos ojos este nombramiento respecto a la sucesión del régimen franquista.

Sólo dos días después de la muerte del dictador, el 22 de julio de 1975, Juan Carlos fue proclamado rey de España por las Cortes franquistas tras jurar las Leyes Fundamentales del Reino.

Los primeros momentos de la monarquía de Juan Carlos I estuvieron caracterizados por la indefinición. Muchos sospechaban que la nueva monarquía sería una mera continuación del franquismo sin Franco. Sin embargo, el nuevo monarca se fue rodeando de un grupo de asesores, entre los que destacaba Torcuato Fernández Miranda, que  diseñaron un plan de cambio político. Este cambio se vino en denominar la reforma. Se trataba de aplicar cambios controlados que garantizaran la intangibilidad de los funcionarios y militares franquistas y que llevaran a un sistema democrático desde las propias leyes franquistas; por lo que negar el protagonismo del rey emérito del paso de un régimen dictatorial a un régimen democrático, no sería más que una falacia  si el fundamento es la deslegitimación como rey al convertirlo Franco en su delfín y no ser elegido directamente por los españoles a través de un referéndum, habida cuenta que la votación a favor de la propia Constitución legitimó la monarquía parlamentaria como forma de gobierno. Cuestión diferente es que la democracia instaurada estuviese impregnada de cierto olor o tufo franquista, por no ser la monarquía el sistema que mejor responda al verdadero espíritu democrático, en cuanto que, solamente por el hecho de haber nacido en el seno de una familia convierta a su primogénito en Jefe del Estado, al igual que tampoco lo es la opacidad con la que esta institución ha operado siempre.

La democracia basada en un sistema representativo de los ciudadanos a través de unas Cortes Generales (Congreso y Senado) cuyos miembros  son libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal, debería igualmente sustentar una Jefatura de Estado también representativa y, ni siquiera eso si queremos ahorrar dinero e instituciones asumiendo la citada jefatura el elegido como presidente del gobierno, dentro una república como forma de gobierno.

Sin embargo, en España hablar de república sigue generando posiciones enfrentadas entre rojos, ahora bolivarianos o con otras calificaciones peyorativas y quienes defienden la monarquía, como única garantía de nuestra democracia, contrarios a una reforma constitucional por si las cosas se tuercen; remontándose al debate de aquellas dos Españas enfrentadas de 1936 cuya sangre todavía empapa a muchos consecuencia de la mortífera represión sobre los vencidos tras la instauración de la dictadura franquista.

Cierto es, que hay que reconocer al rey emérito importantes logros, como una transición pacífica, al margen de los asesinatos  de ETA, la salida airosa de un golpe de Estado militar, una buena imagen de España posicionándola en el ámbito internacional en un lugar destacado. Pero, al igual que se deben reconocer sus logros, porque no hacerlo sería negar la realidad, esta misma realidad nos obligar a criticar o poner de manifiesto sus errores, como el hermetismo de la Casa Real, principalmente en lo que a sus cuentas se refiere, la actuación delictiva de algunos de sus miembros, la vida de dispendio, no sólo del monarca sino también del resto de la familia, todo ello, claro está, con cargo a los presupuestos y, lo peor aún, una prole de sangre azul que a media que ha ido pasando el tiempo ha ido creciendo absorbiendo más recursos  económicos procedentes de bolsillo de los españoles.

Los españoles tenemos derecho a saber cómo se invierten los impuestos que, para mayor agravio, lo son en una progresión aritmética contraria a los que menos recursos tienen, en cuanto que los que más ganan no son, en proporción a su poder adquisitivo, los que más pagan y; por consiguiente, saber cómo se sufraga la vida de lujo del monarca y su familia, conocer cuáles son sus bienes privados y su procedencia, cómo se distribuyen y gastan los presupuestos de la Casa Real y, por supuesto, la debida transparencia en cuanto a su actuación pública, pero también  privada, si ésta puede repercutir en la imagen de la Jefatura de Estado y, en definitiva del país, o puede ser constitutiva de algún delito  o falta, como se sospecha en relación al rey emérito en sus idas y venidas al extranjero, sufragando gastos de amantes o evadiendo capitales de dudosa procedencia recibidos de otras familias reales, con el consiguiente fraude fiscal que, han propiciado que haya salido por patas con justificación en su servicio al país para no comprometer el reinado de su hijo. Puro cinismo, máxime cuando el gabinete de prensa del Palacio de la Zarzuela mantiene su destino oculto, entreteniendo a los medios en su búsqueda a Wally al puro estilo de la vieja censura, además del mutismo de Felipe VI entretenido en una campaña de limpieza de los trapos sucios de su familia en su visitas a las distintas Comunidades Autónomas, dicen que para apoyarlas frente a la crisis propiciada por la pandemia de la Covid-19 que todavía nos acecha, como fomento del turismo y que algunos aplauden y otros consideramos innecesaria, porque no es más, como se ha dicho, una forma de blanquear sus sábanas sucias.

Sería un buen momento para un debate serio y sosegado acerca de la monarquía y la república, dentro de una reforma constitucional, sin aspavientos y, menos aún, insultos y descalificaciones, eso sí, sin miedo a llamar a cada cosa por su nombre y poner el calificativo que cada uno merece o le corresponde por sus actuaciones, sean o no de distinta sangre a la nuestra, así como, en su caso, terminar con la inmunidad de la corona en cuanto a sus actuaciones privadas, respondiendo, como cualquier ciudadano ante los tribunales de justicia en caso imputársele algún delito o falta.

No mantener este debate es una forma estúpida de querer ignorar el verdadero sentido de cualquier democracia donde el imperio de la Ley debe regir las actuaciones de todos, incluido el rey y su familia pretérita y futura; así como el carácter representativo de sus instituciones que chirrían en el caso de la monarquía; con ello se evitarían desmanes como los que aquí se critican que han dejado pequeña aquella caza de elefantes en Botswana cuando el país estaba sumergido en una grave crisis económica.

Me temo que el destino de la monarquía no es tan incierto como el destino del cazador de elefantes y de amoríos, y presunto defraudador de la Hacienda Pública y evasor del capitales, porque en este país se tolera todo lo que tiene que ver con la corrupción de las altas esferas, quizá porque todavía se lleve en la sangre el hermetismo y la manipulación de una no muy lejana dictadura que elevó al rey emérito a los altares propiciando una monarquía parlamentaria como un mal menor frente a la otra opción que hubiera sido la republica, considera por los herederos del franquismo, no sólo en aquel momento de la transición sino de los que todavía siguen pululando en el momento actual, afiliados a partidos políticos que se apropian de la bandera española como insignia propia y de confrontación a rojos progresistas que demandan un debate y una reforma constitucional para conseguir un país más democrático donde el pueblo sea realmente el destinatario de políticas más sociales y no sólo de protección de los más poderosos. Eso sí, respetando la presunción de inocencia del Borbón campechano pero de altos vuelos.

 

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