Cuando en una sociedad, no sólo la española, la intolerancia y la radicalización se convierte en la tónica general de la actuación de los individuos que la integran, podemos afirmar que se trata de una sociedad poco evolucionada, democráticamente hablando; siendo la consecuencia de esa escasa evolución la propagación de un raquitismo mental y, finalmente político, del la que es responsable, en gran parte,s la clase política, al fomentar la imposición de ideas y la confrontación, en vez de los valores que deben regir la actuación humana.
A pesar de vivir en sociedades que se autodenominan democráticas, la realidad dista mucho para considerar que existe una auténtica democracia, porque lejos de respetar las reglas del juego de este sistema político, los intereses, a veces partidistas, y otras, económicos, desvirtúan o enrarecen el sistema, convirtiendo a los ciudadanos en peones de una mala partida de ajedrez, manejados por los que están en la retaguardia. De manera que, lejos ganar la partida en beneficio de todos, sólo lo es en beneficio de unos cuantos, representados por la figura que tratan de defender.
Algunos dirán que esto siempre ha sido así, que el pez gordo se come al pequeño y que los que pensamos que las cosas pueden ser distintas no somos más que unos locos ingenuos, eso cuando no se nos tilda con peores adjetivos, la mayoría de las veces peyorativos, sólo porque no nos acomodamos a las reglas que no responden a la esencia de todo gobierno que no es otra que la satisfacción de interés general.
La obesidad de los sistemas democráticos hace que el raquitismo mental y democrático se propague como una epidemia entre la sociedad, infundiendo en los individuos que la integran pautas de comportamiento que responden más bien a la imagen de una máquina programada para cumplir unos postulados, que a la libertad personal de actuar con arreglo a unos valores o principios superiores a aquellos que lo único que persiguen es seguir alimentado al de arriba a costa de la salud el trabajo de los de abajo.
“La obesidad de los sistemas democráticos hace que el raquitismo mental y democrático se propague como una epidemia entre la sociedad…”
Aunque carezco de dotes de videncia, la evidencia demuestra que no vamos por buen camino, porque la obesidad, cada día más mórbida del sistema, está propiciando un montón de patologías que están transformando a la sociedad en un monstruo que devora a la persona. Necesitamos, por ello, una vacuna urgente contra este cáncer social y, como toda vacuna necesitamos de un agente que se asemeje al microorganismo causante de la enfermedad. Que se asemeje, no que sea igual.
Y, es que, mientras los ciudadanos respondamos a postulados políticos, el individuo cada vez será menos persona, debido a ese raquitismo mental que nos impide pensar por nosotros mismos. Por lo tanto, si el patógeno causante de la enfermedad de la sociedad en la que nos encontramos es la forma en que la que actúan nuestros políticos, la solución está en que seamos nosotros mismos quienes hagamos la política.
No se trata con ello de rebelarse contra el sistema, sino transformarlo poco a poco a base de una mayor implicación del ciudadano en aquellas cuestiones que nos afectan a todos y que hace que nuestra vida no sea tan buena como debería en proporción a la presión fiscal que soportamos; así como arbitrar los medios necesarios para que nuestra voz sea realmente oída. Claro que, esto exige mucha generosidad por parte de los ciudadanos, sino queremos que el raquitismo mental finalmente se transforme en un raquitismo democrático; generosidad que implica en primer lugar la aceptación de unas reglas de juego que permitan la supervivencia del sistema y, en segundo lugar, la búsqueda del consenso frente a la imposición de la mayoría, aceptando esta última en caso de desacuerdo, como no puede ser de otra forma, en una sociedad democrática.
Necesitamos, por tanto, de un humanismo político y social que resalte las cualidades del ser humano, que luche por los intereses de las personas. Necesitamos, en definitiva, libre-pensadores y no loros de repetición de lo que dicen los políticos o determinados grupos de presión o de poder. Pero, sobre todo, lo que necesitamos son las ganas de cambiar las cosas y el convencimiento de que si nos lo proponemos podemos hacerlo.