En la encrucijada entre nuestros deseos más profundos y las fuerzas que nos presionan, surge una pregunta crucial: ¿cuál es el precio que estamos dispuestos a pagar por mantenernos firmes en nuestros principios y no sucumbir ante lo que no deseamos?.
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A sensu contrario: ¿Por cuánto nos dejaríamos comprar?, ¿cuál es nuestro precio para sucumbir a aquello que entendemos que sobrepasa nuestras líneas rojas?
En un mundo donde las influencias externas pueden ser abrumadoras, desde presiones sociales hasta tentaciones personales, nadie puede negar que continuamente nos enfrentamos a una batalla interna para defender nuestra integridad y autenticidad, pero ¿hasta dónde?.Así pues, el valor de una persona, en este contexto, puede medirse por su capacidad para resistir tales fuerzas y mantenerse fiel a sí misma, incluso cuando la tentación de ceder es fuerte.
Esta resistencia puede manifestarse de diversas formas, pudiendo polarizarse para unos en una postura de negarse a comprometer sus valores éticos en situaciones difíciles y, en el extremo contrario, los de una moralidad lasa de conformismo con lo que la sociedad considera como “normal” o “aceptable”. De manera que, lo que para los primeros el precio de la resistencia puede ser alto al tenerse que enfrentar a críticas, juicios, incluso al ostracismo de aquellos que no entienden o no apoyan su alta concepción de la dignidad humana; sin embargo, para los segundos no supone ningún problema aceptar un precio de saldo con tal de sacar partido de una determinada situación indeseable, bien en cuanto a su consideración social, profesional o de cualquier otra índole que suponga sobresalir ante los demás, en la inevitable conducta humana de comparación con el mundo que nos rodea.
La paradoja de esta diferente forma de ver el mundo se encuentra en que, cuando se trata de manifestar un juicio de valor ante la conducta de quien sucumbió a cualquier precio, todos nos ponemos en el pedestal moral con la manida frase “yo no sería capaz”.
Sea como sea, no creo equivocarme al afirmar que todos tenemos un precio, dependiendo de nuestra ambición, de nuestra necesidad, del momento en que se nos plantea una determinada opción no deseada por difícil o por corruptible que sea, llegando a justificar lo injustificable. No hablo de ángeles ni de demonios, hablo de la debilidad del ser humano.
No debemos obviar que la corrupción es un fenómenos complejo que puede afectar a personas en todos los ámbitos de la vida, siendo importante reconocer que todos somos susceptibles a ella en cierta medida. La corrupción no se limita a contextos políticos o empresariales; puede manifestarse en formas más sutiles en nuestras interacciones diarias y decisiones personales.
Es importante reconocer que la corrupción no es inherente a la naturaleza humana, pero sí puede ser influenciada por el entorno en el que vivimos y trabajamos. La educación, la conciencia cívica y la fortaleza de las instituciones son clave para prevenirla y combatirla.
En todo caso, el valor de mantenerse firme en medio de la adversidad no puede ser subestimado. Es, en estos momentos de prueba, donde se forja el carácter y se define la verdadera esencia de una persona; de manera que, aquellos que eligen resistir, a pesar de las dificultades, encuentran una fuerza interior que los impulsa hacia adelante y los ayuda a superar cualquier obstáculo que se interponga en su camino.
¿Es el valor de la conciencia, en última instancia, el que marca nuestro precio?. Sí, pero lo más importante es el precio de la libertad, el precio de ser dueño de nuestras propias vidas y destinos, en lugar de sucumbir a expectativas que pueden llegar a enfangar nuestra existencia. Es el precio de vivir una vida auténtica y significativa, en la que nuestras acciones estén alineadas con nuestros valores más profundos y nuestras metas más elevadas. Todo ello sin olvidar la importancia de mantenernos fieles a nosotros mismo y a nuestros principios, incluso cuando el camino que nos toque por recorrer se manifieste difícil y solitario.
Todos tenemos la responsabilidad de resistirnos al mercadeo de nuestra integridad ante situaciones corruptibles, promoviendo la transparencia, la integridad y la rendición de cuentas en todas nuestras interacciones. Al hacerlo, podemos contribuir a construir un mundo más justo y equitativo para todos. Como siempre digo, nosotros elegimos el camino. Al menos seamos coherentes en afrontar las consecuencias de nuestros actos.
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Magnífica advertencia, moral y ética, la de este artículo.
Como dices, con otras palabras: el que esté libre de pecado…”
Sí, hay que tener mucho valor para no sucumbir…