Recuerdo su olor, agrio, caliente, como de pan ácimo.
Recuerdo su tacto, blando, mullido, como de madeja de lana.
No recuerdo sus ojos, ni su boca, ni su cara; solo su tripa, donde me quedaba dormido todas las noches. Ella entraba en la habitación y yo la esperaba despierto, no podía dormir hasta que la sentía cerca y la escuchaba decirme al oído: «Ven aquí pajarito mío, estás congelado».
Yo la observaba desde la cama, que estaba siempre helada: Desnudarse y echar un poco de agua en la palangana, lavarse y secarse después con una toalla de color carbón. Pero el agua no se llevaba su olor y a mí me gustaba porque era el suyo, la mezcla de todos los olores que habían pasado por su cuerpo ese día.
Así fueron todas y cada una de las noches de mis primeros diez años de vida. Al menos, de los que tengo constancia.
Vivíamos en Whitechapel, uno de los barrios más pobres de Londres; eso lo supe después cuando salí de allí y conocí otros lugares. Durante mi infancia, mi calle, mi casa y todo lo que me rodeaba, me parecía único.
Habitábamos la planta baja de un edificio de tres alturas que se caía en pedazos. La casera, una mujer gruesa, vieja y constantemente enfadada, nos cobraba más de lo que valía por dos habitaciones llenas de humedades. El alquiler era elevado, pero hacía la vista gorda ante el trabajo de mamá, incluso a veces le recomendaba alguno de los hombres que pasaban por el Ten Bells, pub del que era dueña.
Por la mañana, ella aprovechaba para dormir y yo, cuando me despertaba, intentaba no hacer ruido, me levantaba y me vestía en silencio. Era el momento más feliz del día, cuando era mía. Solo mía.
Se marchaba a trabajar cuando empezaba a caer el sol. Mientras fui pequeño me cuidó la vecina de arriba a cambio de algún penique; después, cuando cumplí los siete, me quedaba solo y la esperaba en nuestra habitación, todas las noches.
A veces traía los hombres a casa y, si yo me encontraba allí, me mandaba a la calle. Permanecía por los alrededores sin alejarme demasiado, para poder observar por la ventana. La veía desnudarse, pero no como cuando llegaba a nuestro cuarto y la esperaba despierto, no, cuando estaba con ellos se desnudaba entre risas, su cuerpo no se dejaba ver del todo, oculto bajo unas manos siempre sucias y una boca distinta cada vez. Acababan tumbados en un jergón al lado de la lumbre, desnudos, uno encima del otro. La única prohibición que imponía era la de cruzar la puerta del cuarto donde dormíamos. «Allí no se entra», les decía con firmeza.
En aquellos días no sabía por qué mi madre hacía eso, pero me repugnaba verlo. Odiaba a aquellos hombres renegridos de mugre.
Un día, mientras jugaba en la calle con los muchachos, la vi entrar con un hombre medio cuerpo más alto que ella. La llevaba agarrada por la cintura y ella se dejaba llevar, «ya ha fumado una de esas pipas que la dejan como atontada», pensé.
Continué jugando, esa vez no fui a espiar a través de los cristales.
Al cabo del tiempo pude ver al individuo abandonar nuestra casa y corrí contento de saber que mi madre no saldría más esa noche.
Entré en la casa y la llamé a gritos, atravesé la puerta de la habitación donde los hombres no podían acceder y allí estaba, sobre la cama, cubierta de sangre.
Sentí como me rompía de frío y me metí entre las sabanas, quedé agazapado en su tripa abierta, apoderándome del último calor de su cuerpo.
Allí me encontró la vecina a la noche siguiente, cuando acudió a nuestra casa extrañada por no haber visto a mi madre salir a trabajar.
Han pasado diez años, cinco meses y cuatro días.
Las noches de invierno vuelvo por East End y me tomo una pinta en el viejo Ten Bells. Siguen parando las mismas prostitutas de siempre, con otras caras, otros nombres y diez años más jóvenes que las de entonces. Me gusta verlas dando vueltas por el local lleno de humo cuando el frío es insoportable en la calle. Miran, se insinúan buscando clientes.
Cuando el invierno es más crudo abordo a alguna de ellas al irse de retirada, «ya es la hora de dormir», me dicen a veces, pero las persuado a cambio de algunas monedas.
Vamos a su casa donde se lavan delante de mí, en una vieja palangana. Vuelvo a recordar su olor, entre caliente y agrio. Recuerdo su tacto, blando y mullido y escucho sus gritos, mientras las abro en canal.
Entonces el calor me invade y el invierno se apaga, y yo paso la noche acurrucado entre las sábanas.
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