Hasta que no ves a tu hijo de veintipico años llorar no sabes lo que es la verdadera tristeza. Yo la descubrí ayer. El mar nos había regalado un día tranquilo, creo que para compensar la semana de tormentas que nos habían castigado en los días previos.
El mar, nuestro mar, el que creemos que poseemos pero al que, en realidad, pertenecemos. Juega con nosotros como un pescador experto lo hace con un pez grande que se le resiste. Suelta hilo, tira del sedal, vuelve a soltar hasta que logra que se rinda. Así nos trata el mar.
Cuando salimos de casa es todavía de noche así que no lo vemos. Lo primero que nos ofrece es su olor. Por supuesto, olor a salado, eso siempre, pero también nos manda otros matices como algas, pescado y olores más sutiles, como frescura, o fuertes, como podredumbre. Normalmente mezclados.
Poco después nos llegan sus sonidos, los lejanos cuando se forman las olas y el viento las levanta y los más cercanos cuando las olas rompen contra los acantilados. Indicándonos el día que vamos a tener.
Los días de luna llena seguimos con su luz los senderos, cuando hay más oscuridad utilizamos las lámparas de aceite porque nos gusta la luz que desprenden y las formas que generan a nuestro alrededor.
Siempre vamos en silencio, cargados con las mochilas en las que guardamos los enseres y la comida. Disfrutando de la tranquilidad antes de enfrentarnos al mar. Somos de poco hablar, preferimos reflexionar.
Tranquilos, pensativos, temerosos. Incluso relajados. Hasta que llegamos al borde de los acantilados, ahí el mar cambia nuestro espíritu. El estruendo que provoca al chocar con las paredes verticales, el fuerte olor y las gotas que nos salpican son avisos para que no nos acerquemos a robar su tesoro, pero nosotros le retamos. Lo necesitamos para vivir.
Sacamos los utensilios y saludamos a los compadres que trabajan el percebe. Breves comentarios sobre el tiempo y el mar. Pocas bromas. Alguno de nosotros puede no volver de los acantilados.
Luchamos contra el mar, el viento y el miedo durante horas. Esquivando olas, siendo arrastrados por el viento, colgados de cuerdas de las que dependen nuestras vidas, acuchillando las rocas para sacar los percebes. No robamos, nos lo ganamos.
Volvemos a casa cansados y abatidos. El camino de regreso es el peor, la adrenalina nos deja y sólo queda el cansancio y la alegría de haber logrado aguantar un día más. Uno como los cientos que hemos vivido y los que vendrán.
Hasta ayer. Sentado cerca de la estufa junto a mi único hijo que cumplirá veinticinco la semana que viene le vi llorar. A borbotones, de forma silenciosa. Las lágrimas le caían sin ningún tipo de control, dejando las páginas de un libro arrugadas como si les echase vasos de agua. No sé el tiempo que llevaba llorando.
—¿Qué te pasa?
—No puedo más, no lo aguanto.
—¿Es el miedo?
—No, es la soledad.