EL MIEDO AL MIEDO

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No sé cuánto va a cambiar el mundo después de lo que hemos vivido, ni siquiera estoy muy seguro de si va a cambiar y en qué. Así, a bote pronto, me da la impresión de que pasado un cierto tiempo, la única secuela de la que no vamos a conseguir desprendernos será el miedo.

Un miedo profundo, vergonzante, perfectamente trabajado y que como una espoleta podrá sumirnos en un servilismo políticamente útil cada vez que la situación lo requiera. Como lo ha sido, y lo es, el terrorismo. Como lo fue en su momento, y cualquier loco puede revivirla, la amenaza de un conflicto atómico. Como lo son todos los miedos producidos por amenazas que nos superan y que nos llevan a pedir el amparo de un sistema dispuesto a brindarnos su protección a cambio de unas migajas de nuestros derechos, de unas migajas que acaban dejando un pan hueco, una corteza vacía.

Curiosamente, casualmente, inexplicablemente, esos poderes que nos defienden de las amenazas que nos acechan, nunca consiguen, contra pronóstico, vencerlas completamente. Siempre hay alguien enredando con la posibilidad de usar bombas atómicas, normalmente países peculiares fuera del primer plano de poder.

En un mundo en el que el control es mucho más absoluto de lo que ni siquiera nos permitimos pensar, ese control falla estrepitosamente en las acciones necesarias para erradicar de una forma definitiva el terrorismo.

Y de vez en cuando una amenaza sanitaria, las vacas locas, la gripe aviar, el Ébola, el SARS, el SIDA, el COVID-19, que la medicina oficial nos presenta como un enemigo formidable y que, previo recorte de nuestras libertades, combate tan eficaz como tardíamente. Eso sí, dejando claro que existe la certeza de que habrá una siguiente, y otra, y otra.

Y de cuando en cuando una crisis económica que deja a la sociedad inerme a los pies de esas fortunas, de esa familias, que controlan la economía desde posiciones discretas, casi secretas. Que arrasan la clase media que ha de reconstruirse una y otra vez y que, organizada y con espacio, podría constituirse en una alternativa a la forma de pensar y hacer ese mundo que cada vez parece menos nuestro mundo.

Al final todo es miedo, inseguridad, irracionalidad, y mi mayor temor es el miedo que le tengo al miedo, es el miedo al miedo que veo reflejado en las miradas y las actitudes de los que me rodean, es el miedo al miedo de los que se convierten en censores improvisados de los demás, en delatores de sus vecinos, en xenófobos de sus conciudadanos, en policías de balcón o celosos, excesivos, guardianes de las nuevas normas de convivencia llevadas hasta la intolerancia que provea su propia necesidad de importancia.

Ese es mi gran miedo, el que veo por la calle, en las colas con una separación de ocho metros, en los gestos de recelo de los que se cruzan en la acera, en los saludos interruptos, en los abrazos virtuales, en los besos al aire, en la incapacidad de entender si la normalidad es la de antes, la de ahora, o la de un aún no estrenado tiempo futuro. El miedo que adivino en los que abandonando toda precaución, todo sentido común o recato se lanzan a las reuniones masivas, a los encuentros innumerables, a las orgías sociales.

No es que los miedos a los que todo el mundo teme me sean ajenos, es que me da mucho más miedo la evidente manipulación de esos miedos cotidianos, el permanente goteo de derechos individuales perdidos que van convirtiendo al individuo, al ciudadano, al librepensador, en una especie en extinción, en alguien que no tiene cabida en ciertos planes de futuro que se van adivinando, perfilando, ejecutando en esa brecha social y económica que se agranda, se ahonda, a cada crisis, a cada miedo, a cada momento.

Si, ese es mi gran miedo, el miedo al miedo, el miedo a la manipulación que permite el miedo, el miedo a la sociedad resultante del miedo, el miedo a los que manejan nuestro miedo.

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