De vez en cuando nos golpea el espanto. Nunca lo vemos venir.
Unos hijos de perra colocan unas mochilas en unos trenes y, al comenzar el día, revientan dos centenares de personas que iban a su trabajo o a su escuela. Unos locos se cuelan en una discoteca, sacan sus armas y siegan la vida de 131 seres humanos a los que no conocen de nada. Hemos visto vídeos en los que unos individuos vestidos de negro –algunos son niños– cortan la cabeza, mientras gritan como locos, a unos hombres arrodillados y vestidos de color naranja. Un zumbao –siempre pensamos que es un zumbao– aparca una furgoneta junto a un edificio de oficinas, le da al botón y, cuando el inmueble se desploma, mata a 168 personas, muchas de ellas críos de una guardería. El último, el mes pasado: un sujeto entra en un supermercado de Buffalo, desenfunda y se carga a diez seres humanos, casi todos de raza negra. Todo así.
Cuando nos golpea ese espanto, lo primero es el horror, el miedo. Pero inmediatamente surge una pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué lo han hecho? Y casi nunca encontramos no ya una justificación, que eso es imposible, sino al menos una explicación. No podemos entender los motivos que llevan a alguien a provocar una matanza de gente que, como hacemos cada uno de nosotros, va a trabajar, está comprando tomates, juega en la guardería.
Se acaba de publicar un libro que aporta una luz valiosísima para responder a esa pregunta terrible: ¿Por qué? El libro se titula El siglo que acabó en sangre, lo ha publicado la editorial Sílex y su autor es un joven de treinta años a quien no dudo en calificar de genial: Óscar Sainz de la Maza, historiador, periodista, experto en política internacional y profesor de terrorismo en la Universidad Complutense (no se rían: no enseña cómo poner bombas, lo que hace es explicar qué le pasa en la cabeza a la gente que las pone). Ha dedicado casi cuatro años de su vida a elaborar estas 600 páginas que son, en realidad, la primera entrega de una obra mucho mayor, porque en este libro de ahora se estudia nada más que el terrorismo del siglo XX y el que tiene su génesis en motivaciones religiosas. Queda, pues, muchísimo trabajo.
Vaya por delante una cosa que a mí me gana el corazón: está maravillosamente escrito. No es un peñazo académico lleno de nombres, cifras, porcentajes, notas al pie y gerundios. Hay mucho de todo eso (gerundios no, hay pocos), pero se lee como una novela –como una buena novela– porque está escrito con tanta pasión como conocimiento. Un conocimiento que muy poca gente tiene. Yo, por ejemplo, no.
Yo no sabía cuáles son las seis condiciones inexcusables para afirmar que alguien es un terrorista, con ese nombre, y no un simple fanático, un descerebrado o un asesino sin más. Ahora ya lo sé. Yo tampoco sabía que los terroristas, que siempre son unos fanáticos, rara vez son unos psicópatas carentes de empatía, como hemos pensado todos cien veces. Ni cuáles son las diferencias entre islamismo, fundamentalismo, salafismo y yihadismo, algo que explica muchísimas cosas. Ni qué separa tan sangrientamente a los suníes de los chiíes, que se hacen objeto mutuamente de la mayor y más horrible parte de sus matanzas; los europeos y americanos somos un objetivo muy secundario, al menos cuantitativamente. Ni sabía que los ultras de los movimientos pro-vida estadounidenses han provocado un número de muertos que alcanza a la mitad de los que asesinó ETA en toda su negra historia, pero en muchísimo menos tiempo. Ni tampoco tenía ni idea de cuándo empezaron las querellas entre israelíes (o judíos) y palestinos, o árabes en general. Ni por qué Arabia Saudí mantiene hoy una de las versiones más radicales e intransigentes del islam: es el efecto de un terrible atentado que se produjo en La Meca en 1979 y en el que murieron todos los terroristas, pero… consiguieron lo que querían, que fue cambiar la vida entera del país. Precisamente así comienza el libro.
Hay muchas, muchísimas cosas que no sabía o que no podía entender. O bien porque no me había informado lo suficiente –el trabajo de documentación y análisis de Óscar Sainz es, en este libro, gigantesco: yo no he visto nada igual– o bien porque nadie me las había explicado con la claridad, la exactitud y hasta la belleza expositiva que llenan estas apretadas páginas. Hasta el espanto se puede explicar de forma que resulte fascinante.
¿Consuela este libro? ¿Hace que se sienta uno mejor? No, consolar no consuela. No podría. Pero sí hace que se sienta uno mejor, porque aprender lo que no se sabe de aquello que tanto duele, y encima entenderlo con toda claridad, es el fundamento de la sabiduría. Y eso sí conforta.
No me duelen prendas al decir que es uno de los mejores libros, y más útiles, que he leído en bastantes años. Se lo recomiendo vivísimamente. Lo bueno de las plazas abiertas es que se pueden compartir los tesoros que se encuentran. Solo por eso merece la pena pasear por aquí.