EL LIBRE ALBEDRÍO (O “MÁS TE VALE NACER EN SUIZA”)

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¿Y si nuestra potestad de obrar por reflexión y elección fuera, en realidad, una quimera?

FUENTE: fotografía aportada por el autor del artículo

Me ha costado varios meses poder hablar del asunto que me ocupa hoy. Mis pobres conocimientos científicos, que no van más allá de una profunda curiosidad, han hecho que la lectura de Decidido, de Robert Sapolsky haya sido larga, árida y con constantes interrupciones a causa de su dificultad. A partir de aquí, debo advertir respetuosamente que quienes creen (firmemente o no) que un hacedor del universo se manifestó a los hombres a través de una zarza ardiente, dictó su palabra mediante el arcángel Gabriel a un mercader de Medina, o decidió su propia encarnación y posterior sacrificio, deben abstenerse de la lectura de este texto. Incluso los que ven una voluntad de algún tipo en las leyes de la física, y creen que Dios no juega a los dados, no estarán de acuerdo con lo que sigue.

Y no lo harán porque el subtítulo del libro es Una ciencia de la vida sin libre albedrío. Sapolsky, un reputado neurocientífico, propone que nuestra capacidad de decidir no es tal, y que nuestra libertad de elección no existe, sino que está condicionada por numerosas capas superpuestas. No hay una causa última, situada fuera del cerebro, que estimule la primera neurona que, con el envío de señales químicas, inicia el proceso eléctrico de una decisión. Esa neurona se activa sola, y lo hace porque tiene que hacerlo. Es un lío resumir un libro más de quinientas páginas en menos de mil palabras, pero bueno, trataré de explicarlo.

La configuración neuroquímica de nuestro cerebro se debe a innumerables factores que no podemos controlar: para empezar, nuestros genes, que nos dieron una capacidad determinada de producir unos neurotransmisores más que otros (más o menos serotonina, cortisol, estrógenos, dopamina), la modificación de los mismos a través de la epigenética (es decir, el cambio que el entorno produce en nuestros genes, activando o desactivando diferentes componentes neuronales). No me hagan extenderme, que me aturullo.  Pero hay más: cómo pasamos nuestros nueve meses en el seno de nuestras madres, y que información neuroquímica ellas nos transmitieron; qué infancia tuvimos; en qué cultura vivimos; cuál es nuestro nivel socio-económico, influyen en la manera en la que nuestro cerebro realiza elecciones. Siempre según el autor, nuestras decisiones pueden ser diferentes incluso cada día, en función de si hemos dormido bien o mal, comido demasiado picante o visto una película de terror la noche anterior). O, y esto no me lo negarán, si has nacido en una aldea de Senegal o en la plácida ciudad de Berna.

La consecuencia de esta tesis, ya se lo imaginan, es que no es posible un juicio moral sobre nuestras acciones. A pesar de lo que creemos, nuestro bienestar no es la recompensa de nuestros méritos y de nuestro duro trabajo, sino de una larga cadena de circunstancias. Tampoco nuestra pobreza es consecuencia de no haber hecho lo necesario en la vida, ni nuestros delitos, la sola e individual inclinación hacia el mal en vez de hacia el bien. El autor no rechaza, desde luego, la necesidad de evitar que individuos cuya conducta es perniciosa para el resto de la sociedad vuelvan a repetirla (porque esta sería invivible), pero sí su condena a un sistema carcelario que considera absurdo. Odiar a cualquier persona por lo que haya hecho es tan estúpido como odiar a las tormentas o a los terremotos.

“Son los acontecimientos entre un segundo antes y un millón de años los que determinan si tu vida y tus amores se desarrollan junto a arroyos burbujeantes o máquinas que te ahogan con humo de hollín. Si en las ceremonias de graduación llevas el birrete y la toga o embolsas la basura. Si lo que se considera que mereces es una larga vida en plenitud o una larga pena de prisión”.

Robert Sapolsky

No se lleven las manos a la cabeza todavía: aunque no exista, el autor admite que creer en el libre albedrío podría ser una ventaja para la especie humana. La verdad no siempre es buena para el bienestar mental, y creer que somos los capitanes de nuestro barco nos permite seguir navegando cada día en un mundo cuya complejidad apenas intuimos. Así que, si estamos convencidos de ser dueños de nuestros actos, ¿qué más da si en realidad no lo estamos? ¿qué más da si la alternativa puede ser un nihilismo destructor, o sencillamente la pérdida de la cabeza?

Por supuesto que todo esto es la posición de un increíblemente respetado neurocientífico, frente a la de otros increíblemente respetados filósofos (y algunos neurocientíficos), que mantienen con firmeza su convicción de que existe el libre albedrío, básicamente “porque tiene que haberlo”. Nadie, hasta el momento, lo ha encontrado en nuestros cerebros. Pero que no lo hayamos hecho no invalida la creencia en su existencia. Ya veremos dentro de cien años, cuando se rían de nuestra ignorancia.

Sin embargo, Sapolsky nos deja una profunda reflexión: “No existe ningún merecimiento justificable. La única conclusión moral posible es que no tienes más derecho a que se satisfagan tus necesidades y deseos que cualquier otro ser humano. Que no hay ningún humano que tenga menos derecho que tú a que se tenga en cuenta su bienestar”.

Ya ven qué paradoja: la ausencia de libre albedrío, tomada en serio, podría conducirnos a un mundo mejor. Quizá nuestra sociedad es tan imperfecta porque el libre albedrío (o nuestra creencia en él) la ha echado a perder.

Y ustedes, ¿qué creen (o quieren creer que creen)?

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