Todo escritor siempre tiene un lector que no es como los otros. A veces lo conoce y a veces no, a veces es contemporáneo y otras no. A veces está muy cerca y otras no, pero de entre todos los lectores reales y potenciales, sólo uno, en cada momento del tiempo, se vincula tan estrechamente con el autor que este, consciente o inconscientemente, escribe para él. Los demás lectores no gozan de este privilegio. Este pensamiento no es nuevo en mí, pero digamos que se renueva de vez en cuando. Hay un lector único, unas veces es mujer y otras hombre, una veces es un amigo, otras un enemigo, a veces te lee muchos siglos después de haber escrito y otras, de no haber nacido muchísimo antes que tú te hubiera leído con delectación. Este último es el lector que se parece a un miembro amputado. Nota lo que escribirá aquel escritor que le ha sido predestinado. Nota lo inexistente como notas una pierna más allá del muñón.
Hoy, alguien me ha dicho algo que me ha devuelto el viejo fantasma del lector único. Una simple frase, algo tan simple como decirme que le entusiasma mi faceta como escritor, que le parece magnífica y que es mi fan number one, me ha retrotraído a la idea del lector único. Tengo rizos interiores en la mente, bucles dorados entrenados para estirarse y llegar al último rincón de mi cerebro donde duerme la siesta cualquier viejo recuerdo al que hay que despertar. Mis alarmas de memoria entran en zafarrancho de combate y entonces mis globos oculares se vuelven hacia dentro iluminando de azul claro el camastro donde el haragán duerme. Yo lo celebro pintándome los labios de color rojo, una excentricidad. Hoy, he añadido una americana azul celeste de terciopelo, me he puesto un vino, como le gusta a mi memoria, y, a pesar de que últimamente tiene gustos nuevos, le he servido un poco a ella también. De pronto le gusta el té. Luego tengo la casa llena de té y la memoria de recuerdos. Mi memoria y yo estamos contentos porque hemos despertado el recuerdo del lector único. Hemos abierto el ventanuco de su habitación y un ejército de neuronas dirigidas por la más mandona ha hecho el resto. El recuerdo del lector único se ha desperezado, ha dejado de bostezar y nos lo ha contado todo. Antes, ha preguntado quién le había puesto una boina, que por qué le había crecido el pecho, y que no sabía porqué le apetecía soltar onomatopeyas.
La idea no es que en ocasiones el escritor tenga un lector único porque nadie más lo lee, es decir, porque solo tenga un lector. La idea, por el contrario, es que el autor está destinado a tener un vínculo invisible con un único lector (o lectora) que le está destinado. A veces puede ser una pareja o un amor, pero no necesariamente. Mi primer lector único fue mi abuelo, para quien mi esencia más profunda es la de escritor. Quizás, desde el trasmundo, si existe, siga siendo ese lector unido umbilicalmente a lo que escribo, aunque, en mi opinión, he de matizar que siempre hay un lector concreto predestinado a tener el destino de serlo aquí en la Tierra. A veces siempre es el mismo, otras son varios que se dan el relevo. Tener predestinado un destino quiere decir que este sólo estaba reservado para alguien muy concreto. Destino predestinado es una redundancia definitiva que no deja escapatoria. Todos los demás lectores están bien y son bienvenidos si no piratean tus libros, pero, de entre todos ellos, sólo uno será el alter ego del autor y ello porque, de entre todos los lectores del mundo, sólo uno va a leer con la pasión que le convertirá en la cruz de la misma moneda y, por tanto, en la espalda que resguarda el pecho. Mi nuevo top one está fascinado con mi faceta de escritor.
El lector único es tu sombra. Sabes que está ahí y que te lee con otros ojos. Le presientes cuando escribes lo que leerá luego, aunque no sepas quién es (a veces sí lo sabes). Hoy lo sé y escribo para él/ella y esto es inevitable porque de pronto se ha quitado la máscara que llevaba puesta y se ha presentado sin rubor. Soy tu fan número uno. Me lo ha dicho azuzándome con simpatía, pero con fuerza y como despabilándome. Hace muchos años —quizás quince— dejé inconclusa una novela de doscientos folios que desarrollaba la idea del lector único encarnándola en un escritor famoso que dejaba al editor colgado por la única razón de que había presentido que tenía una relación única con un solo lector, un vínculo tan intenso, que le obligaba a partir en su búsque