EL JUICIO FINAL

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Nadie da la voz de alarma ante lo que estamos a punto de convertirnos.  No se trata de derrotismo,  sino de la inminente destrucción del ser humano por el propio ser humano. 

 

Y no sólo me refiero a la constante degradación de lo biológico que,  a pesar de los avances de la medicina y de la ciencia en general,  por nuestra inconsciencia y falta de responsabilidad cada día mayor con nuestro planeta estamos convirtiendo nuestro hábitat y el de la fauna en general, en un estercolero,  con el consiguiente riesgo cada vez  mayor para nuestra salud. Pero, nuestra supina idiotez cuando más se hace evidente es cuando nos relacionamos con nuestros congéneres  yendo nuestra actitud destructora más allá de nuestra materia, me refiero a la destrucción del espíritu, del alma, de aquello que todos tenemos dentro y que nos hace ser mejores personas.

El corazón del ser humano es cada vez más impermeable a los sentimientos, se va volviendo tan negro y duro como el carbón con el paso del tiempo, aquellos sedimentos que almacenamos con nuestra experiencia van solidificándose y, en vez de utilizarlos como experiencia formando parte de nuestro aprendizaje, los transformamos en arma arrojadiza contra quienes nos acompañan en este camino de la vida. Los convertimos en frustraciones haciendo responsable al resto de mortales, creando una coraza a nuestro alrededor para evitar que los demás nos vuelvan a hacer daño, lo que nos hace cada vez empatizar menos con sus problemas y necesidades.

Está bien que las experiencias negativas nos hagan ser precavidos, pero de ahí a la desconfianza y al odio hay un paso importante. De todo se aprende, de lo bueno y de lo malo, pero para que tales experiencias no nos hagan sufrir debemos catalizarlas en nuestro interior, provocando una proceso de aprendizaje, adquiriendo consciencia que nuestra vida, como la de todos, al igual que el tablero del ajedrez está formada por cuadros negros y blancos sobre los que inexorablemente debemos pisar para afrontar cada una de las partidas que se nos presentan en el juego de la vida.

Cuando el rencor se apodera de nosotros, sin darnos cuenta estamos sobrepasando la barrera del mal, nos hace ser desconfiados y vengativos, sumiéndonos en un mundo de tinieblas que poco a poco nos lleva a la oscuridad más absoluta, hundiéndonos cada vez más en ese pozo de fango del que nos resultará imposible salir, provocando nuestra propia destrucción y la de los demás, con confrontaciones absurdas, confundiendo dignidad con soberbia.

Hace unos días observaba a dos amigos discutir y aprendí que es cierto eso que se dice que “no hace daño quien quiere sino quien puede”. Los dos acumulaban experiencias negativas de la relación entre ambos, pero mientras uno usó el camino del reproche el otro aprovechó pare reconocer sus errores y pedir perdón, perdón que no fue logrado ante el resentimiento de quien quería utilizar el momento como venganza. Quien no lo otorgó continuó con su frustración, mientras que el otro quedó liberado de sus cargas emocionales. Indudablemente de esa pretendida contienda salió vencedor quien no penetró en lado oscuro de la vida. 

En definitiva, se trata de evitar que nuestros sentimientos negativos nos destruyan y sólo hay un camino para conseguirlo, ser cada día mejores o al menos pretenderlo, y para ello solamente tendremos que hacer un esfuerzo, primero de autocrítica y después de comprensión hacia los demás, porque, comprenderlo todo, como dijo Lev Tólstoi, es perdonarlo todo. Aunque realmente no se trata de perdón, se trata en transformar nuestro corazón en algo tan bello como el diamante, más duro que el carbón pero que transforma el rayo de luz que a través de él penetra en un haz de colores maravillosos que nos hará más felices.

 

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