EL JARDINERO

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© Nieves Laguna, 

Un joven jardinero había perdido las ganas de vivir debido a que por las nuevas tecnologías su trabajo cada día era más prescindible, llegando a sumirse en un profundo estado de melancolía.

No encontraba trabajo porque, además, por su edad, las pocas casas que contaban con bellos jardines ya tenían sus jardineros de confianza, con lo que él pasaba su tiempo dedicándolo a su familia y se había olvidado de quien era.

Pero una mañana que paseaba observando los hermosos jardines, ya que no le quedaba otra cosa que hacer mientras sus hijos estaban estudiando, vio que una de las casas por las que él pasaba había cambiado de dueña y ésta aún no contaba ni con maquinaria moderna ni con jardinero.

Vaciló mucho, lo pensó bastante, estaba indeciso, no sabía si entrar o no. Finalmente, aunque le costó, traspasó la puerta de la casa y se dirigió a la que él creía la dueña y que estaba sentada en un columpio que había instalado en la rama de un árbol, para ofrecerle sus servicios.

La nueva dueña al verlo entrar con paso firme y seguro y tras su presentación, le escuchó. Oyó su oferta:

“Señora. Déjeme cuidar de su jardín, lo haré como nadie antes lo ha hecho porque he nacido para cuidar de las flores, de sus flores, para plantarlas, alimentarlas, verlas crecer, deleitarme con su aroma, cuidarlas, y todas las mañanas tendrá un precioso bouquet de sus maravillosas flores.”

La dueña hipnotizada por sus palabras, su presencia y su voz, vaciló unos momentos mientras lo observaba, pero accedió a contratarle.

El jardinero llegaba todas las mañanas puntual y antes de que la señora pudiera darse cuenta, le dejaba un ramo de sus flores en la puerta de la casa, conforme fue pasando el tiempo esa relación se hizo más profunda llegando a ser confidentes el uno del otro.

El jardinero tooooooooodos los días cortaba una flor, la dejaba en el asiento del columpio, y cuando la señora salía a darle los buenos días, recogía la flor, aspiraba su olor y se la ponía en el pelo.

Pronto se convirtió en una costumbre. Él todas las mañanas le ponía la flor en el columpio, ella salía de casa, olía su maravilloso perfume, se la ponía en el pelo y se dejaba mecer por el viento de la mañana sentada en su columpio, mientras el jardinero la observaba cuidando del jardín y hasta algunas mañanas también se atrevía a empujarla, mientras hablaban de sus vidas.

Pero ella pronto le empezó a exigir más flores por la mañana, flores por la tarde, flores a todas horas, se había convertido en adicción para ella de tal manera que ya no concebía una mañana sin su flor y en una pesadilla para el jardinero, ya que algo que hacía por placer, ahora era un tormento.

 Cada día soportaba menos ir a trabajar, hasta tal punto que le planteó a la señora tomarse unas vacaciones. Evidentemente la dueña de la casa no accedió, no soportaba no verle, no hablar con él, no compartir sus flores y no se daba cuenta que lo estaba asfixiando. Pese a todo, el jardinero desapareció de su vida y lo que fuera un fabuloso jardín ahora era un desierto infértil y asolado. Ella permanecía horas mirando la puerta de su jardín esperando que su jardinero querido apareciera de nuevo, espera inútil, ya que pasaban los días y con cada hora ella caía más y más en la misma melancolía que caracterizaba a su cuidador de flores.

Una mañana, la puerta volvió a abrirse, y el jardinero le habló, le dio las gracias por sacarle de la tristeza en la que estaba sumido, por devolverle la vida que había perdido, por encontrar al hombre que antaño había sido al darle trabajo en su jardín y estaba dispuesto a volver con fuerzas renovadas a cuidar de sus margaritas, de sus petunias, de sus lilas, de sus garberas, de sus plantas de otras tierras.

Desde su regreso, el jardinero volvió a colocar una flor encima del columpio, flor que se marchitaba día tras día, porque la tristeza que su marcha provocó en la dueña de aquél exótico jardín le hizo enfermar y una mañana la encontraron en su habitación, sentada en su butacón, con la ventana abierta mirando hacia su jardín, fallecida, con una nota entre sus manos dirigida al jardinero:

“Volviste demasiado tarde. Mi corazón no aguantó más la pena de tu ausencia y el caos de mi hermoso jardín, quédate con él, ahora es tuyo. Espero que puedas perdonarme algún día.”.

Desde entonces, todos los días hay dos flores que nunca faltan, una en el columpio del árbol y otra en la tumba de la señora que se convirtió en el Amor de su vida sin él siquiera darse cuenta y así siguió cuidando de aquel fantástico jardín hasta que sus fuerzas le dejaron hacerlo.

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