EL INFINITO (a mi querido Manolo, que se fue de lo mismo)

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Dios y los milagros crecen en la misma proporción en la que Nicolas se dispone a abandonar esta vida.

Sin guardar ninguna relación, a medida que la relación de Nicolás Tablero Cerveza con la muerte es más que pura casuística, un sinnúmero de prodigiosas causalidades están teniendo lugar: La niña del ojo negro, momia del siglo XIII que de santidad era comida por larvas de polilla, recuperó un sonrosado color de mejillas cuando al señor Tablero se le diagnosticó un exceso de ácido úrico incompatible con la vida; más su fallecimiento quedó en suspenso debido  a la intercesión de la santa en vida, la niña Julita Nofrost, una galleguita admiradora de Carlos Acutis y de Bob Esponja. Una serie de oraciones, dejó a Nicolás nuevo, aunque descompuesto, lo mismo que un mueble de Ikea. Meses después, y víctima de un ajeno despiste, fue atropellado por un trailer de dieciséis ruedas cargado de cirios en la confluencia de las calle del Pez y San Roque, un lugar insólito para un vehículo de tanta envergadura, si no es porque aquel día, en la Iglesia de San Antonio de los Alemanes, iba a tener lugar una multitudinaria confesión al estilo de los primeros cristianos.

Fue el propio San Antonio de Padua el que, acercándose a los restos sanguinolentos de Nicolás y cogiendo su bazo, dijo:

– Levántate, oh, catalizador de desdichas, remedo de santos y beatos ¡Despega tu cuerpo de este adoquinado suelo!

Y así fue. El mártir a la fuerza enderezó lo que de cuerpo le quedaba y, con un zarandeo de Semana Santa, se dejo empujar hasta el bar más cercano con el fin de comulgar con una copita de Ribera del Duero y una tapa de revolconas.

Duró la paz tres días en el alma de aquel hombre, pues, en el cuarto aniversario de su primer nieto, Belisario, un niño con cara de dolor y cuerpo de perro, nacido por cesárea de su única hija, Aldonza, unos hermosos rosales con su correspondiente macetero de barro de algo más de un metro cayó, vete tú a saber porqué, del piso treinta y seis de la Torre de Madrid, yendo a impactar de lleno sobre la cabeza de Nicolás. El cráneo del héroe reventó como una sandía, esparciéndose pequeños trozos de huesos y cerebro a no menos de cien metros por los cuatro puntos cardinales.  Por suerte o desgracia, unos de aquellos pequeños retales del coco de Nicolás, conformado por unos veinticinco gramos de materia gris, fue a estamparse contra un cartel que pegado en la pared, anunciaba la próxima vigilia de la inmaculada. En un instante cargado de emoción y lirismo, la Virgen, saliendo de la estampa y sin tocar el suelo se acercó hacia el descabezado cuerpo del señor tablero y, sin mediar palabra, Nuestra Señora exhaló su sacro aliento sobre el descabezado que, al instante, recuperó de nuevo de nuevo su testa; eso sí, colocada del revés, es decir con el mentón apuntado hacía la raja del culo. Con este nuevo “look” y la camisa ensangrentada, Nicolás, golpeándose en cada farola, acabó la jornada en el cine viendo con su hija y su nieto “Perfect days”, aunque tuvo que irse a media película porque no encontraba postura en la butaca.

Aquel domingo, como hombre creyente que era y después de desayunar, N.T.C. acudió a misa de ocho y antes, claro, a recibir el sacramento de la Confesión.

Don Gil, un anciano Carmelita Descalzo, era el encargado aquella mañana de escuchar y absolver en nombre de Dios a los pecadores.

– Ave María Purísima.

– Sin Pecado concebida. Buenos días, padre.

– Buenos días, Nicolás. Te noto algo raro ¿No estás arrodillado del revés pero me estás mirando?

– Sí, así es, Padre. Cosas de la Virgen. No se preocupe, que no me duele.

– Bueno, hijo, pues cuéntame…

– Padre, perdóneme porque he pecado de pensamiento.

– ¡Ah! ¡Tan malo es acostarse con la mujer del vecino que imaginar que lo has hecho! Van los tiros por ahí ¿No es cierto?

– No, padre.

– ¿Pues entonces? Ya me dirás. El noventa por ciento de los hombres a los que confieso vienen oír eso..

– ¿Y el otro diez, Padre?

– El otro diez por lo mismo, pero de obra… Pero vamos a lo tuyo ¿De qué te acusas?

– Padre, yo, yo es que quiero morirme ya de una vez por todas…ya sabe usted que soy un hombre creyente, pero es que lo que me ha sucedido estos días creo que no es muy normal ¿Se lo cuento?

– Pues si no hay más remedio, hijo.

Y fue en aquel momento, cuando uno de los tubos de acero del órgano de la iglesia se desprendió, cayendo veinte metros en picado hacía el pecho de Nicolás, atravesándolo de parte a parte.

– Esto es lo que le digo, Padre, que me quiero morir. Ahora, sucederá algo, vendrá alguien y está herida mortal que tengo quedará restañada. Verá como algo pasa, verá.

– ¡Virgen Santa! ¡Voy a  llamar a los del Samur! ¡Que te estás desangrando!

– No, se preocupe, Padre, que no pasa nada. Verá, verá.

Cinco minutos después, Nicolás Tablero Cerveza, moría sonrisa en mano, con la sangre en un charco de cinco litros en el ajedrezado suelo de la iglesia.

Y es que, por la divina gracia del futuro, la tragedia del amor, al fin se había olvidado de uno de sus hijos.

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