Todo el mundo, quiénes más y quiénes menos, pero todo el mundo, hasta cierto punto e inherentemente, somos producto de nuestro fluido y fluctuante contexto presente, fruto de nuestra difusa y desgarrada sociedad actual, consecuencia de nuestros tiempos pasados, el histórico −a nivel colectivo y social− y el relacional −a nivel individual e idiosincrático−.
Nadie se escapa a este hecho transversal, inviolable y natural; ni tan siquiera por muchos esfuerzos que puedan ejercerse con la intención de erradicar las raíces que nos unen a nuestra verdadera esencia: estas siempre sobreviven, permanecen y renacen; aún quedan indescifrables brujas y druidas, además de valerosos guerreros y exóticas doncellas.
“La rebelión de las masas”, de Ortega y Gasset, se escribe y publica en la época de la ascensión del fascismo. El primer párrafo del primer capítulo de la citada obra reza:
“Hay un hecho que, para bien o para mal, es el más importante en la vida pública europea de la hora presente. Este hecho es el advenimiento de las masas al pleno poderío social. Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas, cabe padecer. Esta crisis ha sobrevenido más de una vez en la historia. Su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se conoce su nombre. Se llama la rebelión de las masas.”
Me aventuro a comentar algunas de mis preocupaciones actuales a raíz de este párrafo, sin haber leído, por ahora, nada más que estas escasas líneas sobre la gran obra de don José.
Ortega y Gasset dividía la sociedad en dos grupos principales: la masa vulgar y la minoría selecta. No obstante, puntualizaba que esta división no se trataba de una división en clases sociales; es decir, esta no coincidía con la jerarquización en clases superiores e inferiores. Lo que venía a decir don José, es que existen individuos de calidad y existen individuos sin calidad. Tanto unos como otros pueden hallarse indistintamente en tal o cual grupo social. “La muchedumbre”, mayoritariamente constituida por gentes, por fortuna o por desgracia, con una escasa voluntad de desarrollo intelectual −el Netflix y el furbo tiran mucho−, “ocupaba el fondo del escenario social; ahora (…) es ella el personaje principal. Ya no hay protagonistas: sólo hay coro.”
La realidad actual se ve claramente reflejada en la cita recién transcrita. Hoy el mundo se mueve al son de las masas, las cuales −todo sea dicho− se mueven al son de los hilos −manejados por manos hostiles y ocultas− que las mantienen suspendidas por entre las ilusorias nubes mentales, ideológicas, e incluso emocionales creadas bien a través de algoritmos de inteligencia artificial, bien desde las mentes más perversas y podridas, y absorbidas y amontonadas a lo largo y (en ocasiones no tan) ancho de los cielos de las mentes de cada uno.
Un fenómeno, que sirva como ejemplo, el cual se debe a este tipo de dinámicas sociales colectivas −que desde hace no tanto escalan hasta y alcanzan el nivel planetario− es la moda de los hashtags como método para reivindicar injusticias sociales, independientemente del grupo social que lo use o del contenido que se trate de defender o el objetivo que se intente alcanzar. El método consiste llanamente en dos pasos, conformando un bucle en el que el cauce no varía, pero el contenido sí.
El paso 1 consiste en publicar a través de las redes sociales uno o más mensajes en los que se incluye un ‘#’, o varios, acompañado/s de una palabra o de una frase en la que todas las palabras van unidas −para que formen parte del mismo hashtag−. La finalidad de este paso, general y mayoritariamente, es dar voz/reivindicar/denunciar/dar visibilidad a esta o aquella injusticia.
El paso 2 se trata de repetir el paso 1 pero, esta vez, dando voz/reivindicando/denunciando/dando visibilidad a otra injusticia, completamente distinta de la anterior. En muy pocas ocasiones el paso 1 y el paso 2 incluyen reivindicaciones relacionadas. Una consecuencia directa del transcurso del paso 2 es el olvido −o el abandono en el profundo abismo del inconsciente− de la reivindicación ejercida durante el paso 1, o al menos, comporta la menoscabación de la relevancia subjetivamente percibida respecto del contenido reivindicado durante el paso 1, pues sino, a mi entender, no se explica el abrupto salto, en abundantes ocasiones de la noche a la mañana, en el que mucha gente pasa de “luchar” por una cosa −con sus pulgares− a luchar por otra −también con sus pulgares−. Yo, al menos, aquí, exceptuando del dedo meñique, hago uso de unos pocos dedos más a la hora de expresarme y denunciar lo que considero injusto y/o incorrecto; algo es algo −dijo un calvo−.
Un amigo cercano, un día, de sopetón, me habló por WhatsApp, describiéndome el profundo dolor y la desesperante desolación que le había producido el haber decidido permitirse absorber hasta dos horas de telediarios durante una mañana cualquiera. Esto ocurrió hace unas pocas semanas, lo de Rusia y Ucrania había pasado ya a ser el contenido exclusivo de los 1440 minutos de odio −lo del “bichovid” había desaparecido cual relámpago en mitad de la noche más oscura−. Mi amigo no suele ver la tele; claramente no estaba habituado a la implícita desensitización que produce la explícita e interminable verborrea que se sucede “veinticuatro siete” en los medios de manipulación de masas. Es por ello −y por su naturaleza sensible, empática e inocente− que aquellos mensajes, directos y subliminales que atravesaron su frágil consciencia durante aquellas agoniosas dos horas desencadenaron, en su interior, un violento proceso-estado de shock. Incluso llegó a enviarme un texto que había escrito a raíz de aquella experiencia, el cual rebosaba de la desesperanza más absoluta y terrible. Todo esto le ocurrió a mi amigo quién −no miento al declarar que− es mi amigo más jovial, optimista y dinámico −es verdaderamente un zagal muy energético, vivaz y radiante−. Esa es su naturaleza y los noticiarios −más bien los y las que dan (y cómo) tales noticias−, aquel día, destrozaron y despedazaron un poco de este núcleo esencial, puro y bondadoso.
En la universidad no uso la mascarilla, y si lo hago, jamás supera la altura de mi barbilla. En mi facultad soy uno de los dos, que yo vea, entre tantos, seres humanos que no se somete a la moda de las telas azules o blancas −salvo a la hora de comer, momento en el que el “bichovid” decide respetar y dar tregua en el mismo pasillo por el que la gente ha paseado con bozal incluido durante toda la mañana y en tales momentos se abarrota de comensales babeantes−; es decir, decido libremente no perjudicar mi salud y ejerzo mi voluntad acorde a ello. En clase se me ha instado a “hacer como todo el mundo” y a seguir las reglas, pues “están para seguirlas”. Incluso se ha intentado, presuntamente, por parte de algunas personas, llevar mi caso al rectorado, quién −presuntamente, de nuevo− pretendía abrirme −¿correspondiente?− expediente académico. Desconozco en qué consiste tal proceso, quizá debiera informarme. La cosa es que se ve que la democracia es hacer lo que todos opinan que debe hacerse, o eso pude entender a raíz de la opinión de una compañera de clase. Y yo, claro, me pregunto: ¿qué ocurre cuando todos piensan de una manera concreta porque se les ha llevado, todos a una, a pensar así y esta es errónea, perjudicial, ilícita, ilógica y/o peligrosa?
Aborrezco el debate −y aun así insisto en él−, ya que no hay ninguno: la ciencia −la de verdad, ¡eh! No los fact-checkers esos que están tan de moda− es contundente al respecto de la inutilidad, la inadecuación y la peligrosidad intrínsecas en el uso prolongado de mascarillas. Caigo y recaigo en el debate porque me horroriza el hecho de que muchos padres se resignen a que sus hijos, presa del adoctrinamiento, el miedo y la ingenuidad fruto de la falta de información, se nieguen a no usar bozales al aire libre, por la calle, en el recreo o incluso en el parque. Insisto y vuelvo a insistir en lo mismo porque las masas “deciden” lo que hay que hacer −e incluso se les ha llevado a creerse merecedoras portadoras de la verdad absoluta, repartiendo justicia con el dedo índice, señalando al desgraciado que lleva la tela unos centímetros más debajo de lo que ellos la llevan−. Vuelvo a rizar el rizo porque la máquina mediática me/nos lleva mucha ventaja, absorbiendo mentes a una velocidad vertiginosa; incrustando falsas creencias; retocando imágenes y vídeos; diseñados idearios; destrozando sistemas nerviosos; alimentando actitudes reaccionarias y de indefensión; creando y moldeando la opinión pública; corrompiendo o apagando almas; generando separación en amistades y familias; desencadenando el caos a través del terror psicológico; generando frustración, desesperación, ansiedad crónica, sufrimiento, miedo; repartiendo mentiras a diestro y siniestro; perpetuando la explotación y el desgarro social; riéndose en la cara de la gente día tras otro; chupándole el colgajo a los amos que les pagan por realizar todo esto y más…
La cosa es que no son pocos los esfuerzos conjuntos por derrocar al hombre o la mujer libre, al libre pensador y a la libre pensadora, al disidente, al intelectual, al que se abstrae y analiza −dentro de sus personales y contextuales humanas limitaciones− todo en relación a todo, al escéptico, al que cree entender que todo siempre es gris. Incluso se llega al punto de manipular el natural desarrollo de los niños y niñas a nivel sociopsicológico y, también, al fisiológico. Vivimos dentro de una verdadera distopía; todos lo intuimos, bastantes lo sabemos, muy pocos nos atrevemos y tratamos de denunciarlo a diario predicando con el ejemplo −cabe reconocer que es muy complicado hacerlo, cayendo quizá en ocasiones en contradicciones desacertadas−.
Uno de tantos esfuerzos se centra en conseguir que las masas señalen, denosten, denuncien, estigmaticen a este tipo de personalidades. No en vano se escampan los vocablos “negacionista”, “conspiranoico”, y derivados, como setas en un bosque muy húmedo. La disonancia cognitiva alimentada a diario impide a mucha gente salirse del encajonado marco que el miedo a lo desconocido, la deseabilidad social y el síndrome de Estocolmo colectivo, entre otros, puedan conformar. Al raro siempre se lo ha estigmatizado, la cosa es que el poder mediático está consiguiendo que hombres y mujeres cabales, capaces y serios sean percibidos por las masas como “locos del gorro de papel de plata”, y eso tan solo con que un pseudoexperto de turno etiquete en un plató de televisión −de esos en los que nadie ha llevado mascarilla, salvo los obreros o espectadores, durante todo el intervalo plandémico− a tal ser humano, o sin tan siquiera eso, con sendos vocablos o similares; aunque quizá esto tampoco sea cosa nueva.
En definitiva, el hombre-masa está de moda.