Seguimos matándonos unos a otros, destruyendo el mundo con el fanatismo y la convicción que nuestro Dios es el autentico y nuestra iglesia la única y verdadera, que soberbia, que crueldad. Hacemos dioses a nuestra imagen y semejanza y matamos en su nombre creyéndonos que somos los buenos y los otros los malos. Que Dios nos perdone. Que vuestro dios os perdone, por tantas víctimas, por tantos niños que han dejado de jugar y de reír, por tantos cuerpos amputados, por tantos proyectos de vida truncados, por la progresiva destrucción de cuánto nos rodea.
Vivimos en un mundo donde las armas son las únicas que hablan, donde acabar con la vida de los otros, a los que llamamos los malos, no importa, donde las fronteras son líneas de fuego, de masacre, de odio y venganza. Malditas fronteras, malditas guerras, el gran fracaso de la humanidad por nuestra incapacidad de hacer posible una convivencia pacífica, donde el lema «libertad, igualdad y fraternidad», se ha convertido en un simple cacareo, un ruido para justificar alzar nuestro puño contra la opresión, sin ser consciente que nuestro bienestar también oprime a otros más desfavorecidos que nosotros.
Fracasado sistema de ideológicos sin razón, de alineados por políticos inútiles, de religiones que dividen, incluso matan, de hombres y mujeres sombríos con corazones insensibles ante el dolor ajeno.
Se nos ha olvidado que el mundo es nuestro hogar, que las banderas no son más que un trapo si no sirven para la unión y la convivencia pacífica o para inspirarnos en la única cruzada que merece la pena no puede ser otra que la unión de nuestras fuerzas contra el verdadero enemigo, la sinrazón que nos lleva al odio, a la confrontación, a la incapacidad de admitir que cada uno tiene derecho a pensar de forma diferente, sin tratar de imponer verdades que nos son más que nuestras ínfimas verdades.
Nos amparamos en la historia para recordar nuestros errores, pero no para subsanarlos, para justificar nuestra guerras y no para terminar con ellas, cayendo una y otra vez en la gran falacia de que, cuanto más gritamos más razón tenemos, donde exponer nuestras ideas no responde a una reflexión sosegada sino como un laxante para aliviar nuestras vísceras.
Vemos sangre, muerte y destrucción como si se tratase de un mero traíler de acción grabado en Hollywood, mientras comemos placenteramente frente a la televisión, sin conciencia de cuánto sufrimiento hay detrás, tomando partido por unos o por otros con la venencia raquítica de pseudos eruditos académicos formados a base de titulares, de corrientes de opinión manipuladas y, en el mejor de los casos, de fuentes parciales que vengan a corroborar lo que pensamos, sin plantearnos más allá de lo que queremos oír, olvidando que el peor enemigo en la guerra no es el contrincante sino nuestra propia soberbia, la destrucción del ser humano propiciadas por religiones, políticas o interés económicos, para los que las personas no somos más que estadísticas que sirven para reafirmar una estrategia de marketing elaborada por despreciables seres que lo único que saben ver son armas, dinero o masas fervientes de serviles fanáticos.
Claro que hay invasores e invadidos, claro que hay que defenderse frente a los tiranos y ataques que ponen en riesgo la integridad física e identidad de los pueblos y naciones, pero admitiendo el fracaso de nuestra propia existencia que únicamente adquiere sentido y relevancia cuando va dirigida a garantizar nuestra supervivencia como especie, mediante una convivencia pacífica y de continua fraternidad. Así como del fracaso de nuestros líderes políticos en la defensa de los intereses comunes y colectivos en estamentos, instituciones y organizaciones internacionales en la búsqueda de soluciones consensuadas, donde no haya vencedores ni vencidos sino el reparto equitativo de la tierra, de sus recursos, de la riqueza surgida del equilibrio entre trabajo y capital. Claro que para esto hay que sublimar los valores y principios que nos convierten en verdaderos seres humanos y no en monstruos egoístas sedientos de poder a cualquier precio, para muchos con el bien más preciado que es su propia vida, sin olvidar que en cualquier momento podemos ser tú y yo quienes lo paguemos con la nuestra.
Pensaréis que esto es mera retórica, pero no es así, esta sucediendo, es o pretende ser una declaración de principios, una manifestación del deseo de terminar con el odio, con la venganza, de llegar a adquirir el convencimiento que todo puede ser distinto, que existen otros caminos diferentes y alternativos a la muerte y la destrucción, y que todos somos responsables en conseguirlo. Cierto que pero para ello se necesita una gran dosis de generosidad, de amor a la vida, de amor a nuestros semejantes, de querer cambiar cambiándonos primero a nosotros mismos. Entonces será cuando las ideologías adquiera relevancia porque servirán para crecer, para sumar, para servir a los intereses colectivos y generales desde distintas posiciones, sin que ello suponga renunciar a lo que somos por cuánto merecemos, y no por cuánto obtenemos por la fuerza para satisfacer nuestra miserable y egoísta existencia. Como dijo Eduardo Galeano, «somos lo que hacemos para cambiar lo que somos», en definitiva todo empieza por un cambio a nivel individual, la pregunta es: ¿estamos dispuestos a ello?.
Ojalá y el mundo pudiera avanzar linealmente y en ascenso hacia esa utopía que defiendes y que comparto contigo.
El mundo, los micromundos; los egos colectivos y los individuales…; dónde está la solución?
Pero haces muy bien, maestro, al defender tus ideas, siempre en los demás algo queda.
Un magnífico artículo.
Muchas gracias.