Nadie debe ser tan feliz como quienes viven en la costa y se acaban las vacaciones.
Residir en la costa cuando llegan los veraneantes puede rozar el surrealismo. Debe parecerles lo mismo a los moradores de zonas turísticas. Así que la vida vuelve a la normalidad cuando millones de personas retornan a su casa.
EL sobreturismo o el exceso de visitantes en un destino en particular, ocurre incluso en los más recónditos lugares de la Tierra, (excepto en zonas de conflictos armados o mucha inseguridad).
“Demasiados” es un término subjetivo, por supuesto, que definen los residentes, los anfitriones, los empresarios y los propios viajeros.
Si los precios de las rentas suben y acaban con los alquileres residenciales para dar paso a los alquileres vacacionales, es sobreturismo. Si las carreteras se atascan con vehículos de veraneantes, es sobreturismo. Cuando la vida silvestre se asusta, cuando los turistas no pueden ver los puntos de referencia debido a las multitudes, cuando los entornos frágiles se degradan, todo esto son signos de sobreturismo.
Este fenómeno se ha creado gota a gota: pensemos en ciudades como Barcelona, Venecia, Dubrovnik o lugares que consideraban tan remotos como Islandia o Birmania, finalmente cayeron en las garras de los turistas, casi todo está masificado. Ya no existe aventura, solo consumismo.
Durante el último siglo, las playas han cambiado por completo su papel: se han convertido en el motor del bienestar económico en lugar de ser un lugar extraordinario o inhóspito.
Presión demográfica y sobreutilización, tanto en el interior como en la propia costa, con vertido de aguas residuales, etc. Ya no hay vuelta atrás, siquiera la pandemia ha terminado con esta destrucción.
Municipios y naciones, agencias de viajes y hoteleros, han creído (y nos han hecho creer) durante mucho tiempo que más es mejor. Consideran que un año exitoso es aquel en el que el número de visitantes ha aumentado.
No importa si son pasajeros de cruceros, compradores que se libran de los impuestos, huéspedes de resort, mochileros o visitantes de alto nivel; el número es todo lo que cuenta.
Esto ha dado lugar a una renuencia o, a menudo, a una negativa absoluta a limitar el número, a introducir impuestos turísticos, a cobrar a las líneas de cruceros por atracar, o a intentar garantizar que el comportamiento de los turistas sea beneficioso, o como mínimo, no dañino, para los estilos de vida y paisajes locales.
Cuando es más barato volar de Madrid a Venecia que coger un tren a Zaragoza, existe un problema: tarifas artificiales que solo son posible gracias a que impuestos, como el IVA, no se cobran sobre el combustible del avión, ahorrando a esa industria millones de euros al año.
Miles de pasajeros llegan a ciudades portuarias todos los días y regresan al barco a tiempo para cenar; gastan muy poco en los destinos, abordan las calles, monumentos, cafés y tiendas de sus zonas históricas; calles llenas de gente imprimiendo una experiencia molesta para los residentes, que gastan sus cuartos y pagan impuestos todo el año. Esos barcos, además, utilizan combustibles baratos y contaminantes, que les permite mantener bajos los costos.
¿Llegará el post turismo o el fin de turismo?
Esta palabra fue introducida en 1985 por Feifer, quien definió al post turismos como aquel que se produciciría en lugares menos dependientes de la industria turística y con diferentes tipos de experiencias turísticas.
La posición de Viard describe el proceso de extender los valores del turismo cultural a diferentes horizontes sociales. Las dimensiones colaborativas y participativas no cuestionan la existencia de un sistema turístico basado en el intercambio comercial. La originalidad de BlaBlaCar, por ejemplo proviene, no de un modelo no comercial, sino de la cultura empresarial moderna basada en un sistema de gestión horizontal en lugar de vertical.
Pero es también un discurso que tiende a promover nuevas formas de organización con fines políticos y financieros (con el argumento de que estos negocios son más auténticos porque se auto organizan).