Dentro del torbellino del eterno retorno, la imagen muere instantáneamente.
El tiempo es una magnitud física que mide la duración de los sucesos o su separación. En la cultura occidental, se caracteriza por su proyección lineal (pasado – presente – futuro), aspecto profundamente impregnado del pensamiento judeocristiano; esta proyección también caracteriza a la magnitud física espacio. Generalmente y salvo excepciones, visualizamos nuestro espacio y nuestro tiempo como únicos e irreversibles: nada de lo que ha sucedido volverá a ocurrir; la importancia que le damos a nuestro tiempo y espacio surge de su irreversibilidad.
En la mayor parte de las cosmologías asiáticas, africanas e indígenas de América, el tiempo y el espacio del cosmos están marcados por una proyección circular, tanto a nivel microcósmico como macrocósmico. Según esta idea, cualquier espacio y cualquier tiempo no son únicos; al plantear que algo que ha sucedido volverá a suceder, el mito del Eterno Retorno contradice el principio de irreversibilidad.
Ante esta disparidad en la percepción del paso del tiempo, podemos plantearnos una serie de insinuaciones esclarecedoras sobre el Eterno Retorno: todo mito invoca una cosmogonía (la narración mítica que pretende dar respuesta al origen del universo y de la propia humanidad) o escatología (el conjunto de creencias religiosas sobre las realidades últimas, sobre el más allá o las postrimerías de la muerte): para Mircea Eliade (uno de los fundadores del estudio de la historia moderna de las religiones): “el fin del mundo ya ha ocurrido”.
Parece ser que el Eterno Retorno es indisociable de otros mitos relacionados con el conocimiento: catábasis (descenso a los propios horrores a fin de enfrentarlos, verlos, volverlos conscientes y luego ascender purificada por el horror y la conmiseración): Perséfone, Orfeo, Teseo, Eneas; o las profecías reveladas como la de Thule (cualquier lugar distante situado más allá de las fronteras del mundo conocido, en los tiempos de los romanos y en el medievo): el Apocalipsis, o Chilam Balam (de la civilización maya); todos ellos, a su manera, indican qué ha pasado y qué ocurrirá.
Si nos sondeamos a nosotros mismos, podemos vernos como seres de hábitos que anhelan la comprensión de nuestro enigmático mundo. Por eso es importante trascender.
La vida misma está yendo y viniendo en un destino que es orbitar interminablemente creando, preservando y destruyendo sus formas.
Metafísica y espiritualmente permanecemos vinculados a esta ley de los ciclos (o del eterno retorno). El retorno marca un ritmo natural y constante de modo circular: la rotación de la Tierra sobre sí misma crea un proceso continuo y dual: luz y oscuridad, día y noche. Este principio rige la psique del ser humano y se expresa física, psicológica y ontológicamente.
Como consecuencia del retorno natural y continuo de todo lo que se halla presente en la naturaleza, se produce una paradoja: la recurrencia, el acto de repetir, (mientras que el retorno es el hecho de volver).
La historia del mundo a largo plazo es cíclica. Todos los eventos históricos finalmente se repiten, quizás muchas veces, puede que infinitamente. Entender el vasto alcance de la ley natural de periodicidad, nos lleva a incluir en el esquema cósmico la unidad de Hermes Trismegisto: “como es arriba, es abajo”.
Aunque parezca paradójica, también, la intuición nitzscheana del eterno retorno evidencia nuestra necesaria mortalidad: “¿Es esto la vida? ¡Pues vuelva otra vez!” … Creer en el eterno retorno significa inclinarse hacia nuevos ideales: vivir el instante, reivindicar el Destino, aunque sea travestido en la teoría de las posibilidades y la probabilidad o el devenir…
En su argumentación, Nietzsche rechazó decisivamente cualquier cultura histórica rectilínea, no sólo la cristiana (donde el tiempo está determinado por una sucesión claramente diferenciada: creación, caída, redención), sino también cualquier otra que propusiera un futuro completamente transformado (marxista, tecnológico o capitalista).
Esta crítica de Nietzsche, es la crítica a la época moderna desde la posición de la libertad subjetiva: propone hacer estallar la fachada racional de la modernidad, planteada con aspectos mitológicos, pero de manera anti-trascendental.
El tiempo deja de ser físico, escala que usamos para medir las cosas, y se convierte en un movimiento cíclico puro, sin principio ni fin, en una negación absoluta de cualquier estructura metafísica del mundo.
Si el tiempo sólo está marcado por la revolución eterna, lo mismo les sucede a todas las cosas que están en el tiempo, en una sucesión repetitiva que las iguala entre sí: todo es igual a todo lo demás y, por tanto, todo es nada.
Nihilismo e indiferencia se identifican entre sí. A diferencia del pensamiento de Nietzsche, las cosmologías asiáticas e indígenas americanas están abiertas a la trascendencia y, en consecuencia, sus literaturas son susceptibles de análisis profundo con espíritu crítico. ¿Y cuál es el espíritu crítico? Es aquel que te permite distinguir lo verdadero de lo falso, mediante la profundización y el conocimiento. ¿Y dónde está? ¡Ahaha! ¡No se encuentra, se cultiva!
La noción del eterno retorno supone un rechazo de la idea de “tiempo lineal” a favor de una circularidad sin comienzo ni fin, apenas unos puntos suspensivos de vez en cuando.
Con esto me propongo “amar lo que pasa”, lo que supone arruinar los fundamentos de la metafísica, que busca lo eterno por miedo a la vida… Amar “el instante” le duele a la metafísica –que aborrece todo lo que considera fungible, lo que fluye alegre.
Amar lo que trae el destino, el Amor Fati, y abrazar a la vida en todos sus aspectos, aun los más terribles es, ni más ni menos, amar con lazos mortales…