Con vocación por la enseñanza (vista como un arte y expresión de mi responsabilidad política de ciudadano) me pregunto cada día de qué sirve lo que digo o escribo en clase, y cuál es su eficacia. Procuro afinar lo mejor posible y sé que algún eco satisfactorio logro, siempre escaso y a todas luces insuficiente para lo que pretendo y creo necesario. Aunque a todos me dirija, quiero consolarme con que, al menos, una o dos personas sintonizan con mis palabras y mi esfuerzo, y que les estimulo a desarrollar lo mejor de sí mismos al respecto.
¿Qué pasa cuando se trata de literatura o letra impresa? Pienso en los innumerables textos que se presentan a los premios literarios. Prácticamente, todos esos escritos quedan anónimos y condenados al olvido. Esta realidad merece una reflexión. ¿Son esfuerzos baldíos? ¿Es inútil escribir algo que apenas nadie va a leer? No lo creo. Depende, por supuesto, de la expectativa. ¿Qué pretenden los autores: fama, dinero, reconocimiento? Todo ello me parece legítimo, no tengo la menor duda. Pero lo que te vacuna contra la frustración y la posible amargura por el rechazo es la convicción que puedas tener acerca de que lo que hayas escrito merece la pena al responder a una inquietud personal.
Es cierto que no todo el mundo puede ser genial ni maravilloso en las actividades que haga, y quien diga lo contrario lo hace para adular interesadamente al respetable público. Todos tenemos experiencias personales sobre ello. Sin embargo, aunque yo no fui jamás un gran jugador de fútbol, me divertía jugando y no lo hacía del todo mal; aunque nunca fui un buen corredor, disfruté corriendo y demostrándome que podía aguantar un recorrido más bien largo; siempre fui muy mal jugador de pimpón, pero algunas veces hice jugadas que me parecieron estupendas. Con esta mentalidad, no sufrí mucho por mis incompetencias; ahora, menos aún. Y recuerdo mi deseo de superación y de disfrutar, algo que a nadie debe estar vedado; al contrario, debería ser promovido. Pero siempre hay quienes se dedican afanosamente a ponerte en tu lugar de forma antipática y estúpida.
Volvamos a la literatura. Acabo de leer una ficción biográfica escrita por una amiga mía. Nerea de Carreras, una honrada jurista barcelonesa, ha publicado hace poco el que fue su primer libro El propósito. Lo ha hecho en Amazon, así ha podido verlo editado. Sin embargo, hace unos años consiguió que ediciones B le publicase su segunda novela El cielo en la tierra, sobre la vida de la historiadora Isabel de Madariaga (estudiosa de Catalina la Grande y la Rusia de su tiempo), hija del diplomático y escritor Salvador de Madariaga (quien fue ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes y ministro de Justicia durante la Segunda República).
He señalado el valor de los intelectuales periféricos, concepto que expresó en su día Julián Marías. Se trata de personas que efectúan distintos trabajos profesionales y de las que no se habla en los medios de comunicación. Leen y compran libros, ven cine y van a las salas de cine, escuchan música y van a conciertos; todo de modo variopinto. Tienen criterio y no se desasosiegan por carecer de resonancia. Tienen verdadera inquietud por saber y, muy a menudo, una amplia cultura. Tienen consistencia como seres reales y no necesitan sentirse idénticos a los demás ni decir lo que todo el mundo. Hay mucho que esperar y que dar fuera del ruido dominante.
El propósito es una novela que habla de Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco desde 2013. La idea motora de Nerea de Carreras provino al captar en el nuevo pontífice determinación para cambiar el mundo desde la cátedra de san Pedro. De este modo, desarrolla el despertar a la vida del niño Jorge Mario: su afán por descubrir, observar, aprender. Anotar en su libretita pensamientos y dudas extraídas de innumerables lecturas, también de desconocidos escritores. La figura intelectual que sobresale en esta recreación imaginaria es, sin duda, Jorge Luis Borges. La pauta de referencia: “respetar el valor que tienes como ser humano que eres y respetar al resto de personas como a ti mismo”. Madurar y saber decidir con responsabilidad, el despertar al héroe que todo niño lleva dentro. En 1973 Jorge Mario fue elegido provincial de los jesuitas de Argentina, donde –se lee en esta narración- “se dedicó abiertamente a lo que Kierkegaard había llamado intentar introducir el cristianismo en la cristiandad”. Vista la mente como el arma más poderosa que hay que cargar de razones para poder dispararla. Siendo conscientes de que el odio y los prejuicios se heredan y, a veces, se acrecientan. En esta ficción se llega al momento en que el cardenal Bergoglio fue elegido papa. Y continúa con un final de estrépito que a nadie debería escandalizar. La autora dice que lo ha publicado para apartarlo de su mente y comprobar si es capaz de seguir escribiendo. Y pensando.