Soterrada en los bajos fondos, un edificio de ladrillos rojos y desgastados de un viejo bulevar, allí yace ella, cubierta bajo el manto del eterno desencanto de la soledad, con sus neuronas agarrotadas de tanto cavilar.
Allí está, acurrucada en sus rugosos pliegues, vieja, seca ya de mundo, con su marchita mochila desvalijada, incapaz de soportar el peso de las penas del pasado.
Allí está, replegándose sobre ella otro despertar, antes tan sabios, ahora perdidos en un mar de ingenuidad infantil, de siluetas naif. Sin trascendencia, sin descendencia, sin huella que dejar, añorando caricias de amor en su deambular.
Pero ahora, a la vieja arrugada ya nadie la viene a acariciar, nadie la viene a llorar, nadie la viene a secar los surcos de sus ácidas lágrimas en soledad. No hay vacío más grande que tener y no poder dar.
Mientras el tiempo arranca sus entrañas, agotada de esperar, se desvela en ese miserable sueño que no la deja despegar.
Un día, por fin, cerró los ojos, y ese día despertó del olvido.