EL CUMPLEAÑOS DE PAPÁ

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Papá cumplía 90 años y estaba claro para todos que había que celebrarlo. Pero él no quería.

León a principios del siglo pasado. Fotograma de JJ Rodríguez

Decía que esa cifra, los noventa, no significaba gran cosa. Que no tenía mayor importancia. Que era nada más que un número, una convención; que las cosas seguirían igual antes y después de ese día. Así que todos, la familia, la famiglia, organizamos una conspiración digna de la que precedió al desembarco de Normandía.

Había que engañarle, eso estaba claro. No es fácil poner de acuerdo a dieciocho personas de muy variadas edades (desde la infancia de Martita hasta los ochenta y pico de Juja) para embaucar a alguien, y más a alguien tan inteligente como papá, pero había que intentarlo. Lo primero fue convencerle de que algo se debería hacer. Bueno. Sí. Accedió, menos mal, después de unos días de refunfuño. Y, como esperábamos, pretendió tomar él mismo la dirección del acontecimiento. Esa, la de mandar, es su costumbre desde que era un chiquillo, pero también era exactamente lo que intentábamos evitar.

Grupos de whatsApp clandestinos –toda la familia menos él– que funcionaron durante semanas. Conjuraciones ocultas para disponer la complicada intendencia, desde las mesas y las sillas hasta la comida y desde luego la música, que hubo que urdir por envíos secretos de WeTransfer, después descargarlos y ajustarlos, y luego buscar los amplificadores, altavoces y todo lo demás. Un equipo secreto de guionistas de comedia negra cuyo trabajo era convencer a papá de que nos íbamos todos a comer a algún lugar de Riaño (estamos hablando de la provincia de León), cuando aquello era una completa mentira.

Y luego, claro, los actores. Esto fue lo mejor. Paula, la mayor de las nietas, voló desde París para el cumpleaños. Juan vive en Soria. Yo viajé desde Madrid. Todos llegamos a León, la víspera, con nuestra cara de la más pura inocencia. Preguntábamos, candorosos: “¿Alguien sabe qué vamos a hacer mañana?” Y todos los sabíamos. Todos menos él. Alguno mencionaba el nombre de Riaño y los demás asentíamos con una breve y cómplice sonrisa.

El clímax de la conspiración llegó en el coche cuando, el mismo día de la celebración, llegamos al desvío decisivo: hacia la izquierda, el norte, es decir Riaño. Hacia la derecha… Mi hermano Jorge –que conducía– le dijo a su hija, con toda serenidad: “Mira, Paula, por esa carretera se va al bosque que tanto le gustaba a tu abuela…”. Y Paula, con una sangre fría que yo he visto pocas veces en mi vida, dijo: “¡Ay, qué ilusión! ¡Allí estuve tanto, de pequeña! ¿Podemos pasar un momento a verlo? Es que estará tan bonito ahora, en primavera…”. Yo recordé la frase que le dedica Scarlett O’Hara a su cuñada, la dulce y melindrosa Melania, en Lo que el viento se llevó: “Eres una magnífica embustera…”.

Papá, en el asiento de atrás, rezongó: “Si vamos al bosque no llegamos a comer a Riaño. Es más de la una y media”. Y Paula, insuperable: “Pero abuelo, yo vivo en Francia… Hace tanto que no lo veo… Solo un vistazo, ¿vale?”. Papá se hizo el dormido.

Veinte minutos después llegábamos al famoso “Bosque de Yuli”, donde está buena parte de las cenizas de mi madre. Y allí terminó, por fin, la larga y complicada comedia. Papá abrió muchísimo los ojos, se le llenó la cara con su famosa sonrisa cuando vio, prendidos de los árboles, los globos de colores, las cadenetas y los adornos; también vio la larga mesa con la comida, las sillas, las botellas. Y a todos allí, todos, toda la familia, los quince conjurados que faltaban, sonriendo y aplaudiéndole. Sonaba la vieja y querida música que él y yo hicimos, hace unos treinta años, para los “Bosques de Yuli”. Eso fue lo único que salió mal: papá ya oye poco y no se enteró de gran cosa. Pero qué más daba.

Familles, je vous hais”, maldecía André Gide hace casi un siglo. Os odio, familias. Gide se revolvía contra la familia tradicional, jerárquica, que imponía a todos sus principios, sus valores morales y sus subordinaciones casi inamovibles. Gide pretendía vivir su sexualidad libremente. Eso era impensable en su tiempo. Chocó con su familia o, por mejor decir, con la estructura familiar de entonces. Esa frase terrible no tiene, pues, nada de extraña. Lo remata Rubén Darío: “Hermanos a hermanos hacían la guerra, / perdían los débiles, ganaban los malos, / hembra y macho eran como perro y perra…”.

Yo me he educado en una familia tradicional, aunque papá y mamá, que veían crecer la hierba, dulcificaron asombrosamente el feroz esquema “clásico”: pusieron el amor por encima de las normas sociales establecidas y yo pude ser con ellos, finalmente, feliz.

Muy feliz. Durante mucho tiempo estuve convencido de que la mía era una familia excepcional, un diamante rarísimo, casi un milagro. Yo veía cómo todas las demás familias que conocía o iba conociendo, desde las de mis compañeros de juegos infantiles hasta las de mis amigos de adulto, se disgregaban, se rompían, se enfrentaban entre sí. Todas. La culpa, casi siempre, la tenía el dinero. Otras veces eran los egos, el orgullo, la gente que se iba agregando al núcleo original… y la edad. Eso es terrible. A los veinte años, un agravio entre hermanos dura ocho días, por más fiero que sea: puede más la costumbre del amor. Pero a los cincuenta, una mala mirada, un leve desaire o las sutiles cuentas de una herencia se pueden volver imperdonables y duran para toda la vida. Y lo peor de todo: esos venenos suelen ser hereditarios. No es raro que pasen de generación en generación.

Ah, pero yo me sentía a salvo. Y sentía también a salvo a mi familia de toda esa lenta ruina. Alguna vez, hace ya años, se lo escribí a un amigo muy querido: “Mi familia es total, absoluta y radicalmente siciliana, en eso tienes toda la razón. Hemos logrado una unidad indestructible, sectaria dicen algunos, férrea, solidaria y totalmente activa. Somos una piña tremenda, asombrosa, que jamás se disgregará. Eso puedo decírtelo ahora y para siempre: nunca nos separaremos, nunca nos distanciaremos. Son lazos de acero desde hace décadas. Carretero y Yuli (mis padres) consiguieron, con el tremendo ejemplo de su amor mutuo y del amor hacia nosotros, una unidad indestructible, eterna e intransigente. Los Algorri somos una secta, una mafia, una masonería, y lo digo con absoluto orgullo. Las familias de todos los amigos de mis padres, de aquella tropa deliciosa de cuarenta críos con sus papás y mamás que íbamos al campo juntos todos los domingos, se han deshecho. Todas. No queda nada de aquello. Hay amigos míos de entonces que hace veinte años que no se hablan con su padre o con sus hermanos. Eso a nosotros no nos pasará jamás. Nunca”.

Pero no. Poco a poco fui viendo (desde lejos: Madrid está muy distante de León, que es el centro del mundo, como todo leonés sabe perfectamente) que mi familia no parecía ser, en lo esencial, diferente de las demás. A pesar de mi vibrante literatura (ese párrafo que les acabo de copiar es de 2003), mi familia sufría los mismos trastornos, los mismos desangramientos, los mismos cánceres, los mismos orgullos y las mismas grescas que cualquier otra. Mis hermanos acabaron por dividirse entre sí. Mamá empleó sus últimos años en intentar que aquel desmoronamiento se detuviese o incluso que remitiese. No lo consiguió. Solamente su muerte logró restaurar –eso sí; con inmensa fuerza– el cariño de cuando éramos niños; aquel tiempo prodigioso en el que, cuando dos de los hermanos reñíamos o nos pegábamos, papá agarraba a los contendientes de la oreja y nos conminaba: “¡Daos un beso ahora mismo!”. Y aquel beso, aquel sencillo y forzado beso, disipaba por sí solo el enfado, el rencor, la querella que fuese, y todo volvía a ser inmediatamente igual que antes, igual que siempre: nada había sucedido y nadie recordaba, un minuto después, ninguna riña.

Hablo mucho con papá, casi cada día. Y hace tiempo que me lo viene diciendo: “Esto no va bien… Los chicos no se llevan como deberían…”.

Por eso estaba yo preocupado. Por eso me hizo parpadear, de sorpresa, la maravillosa conspiración que mi familia armó para celebrar el 90 cumpleaños de papá. Por eso me costó trabajo contener las lágrimas cuando me bajé del coche en los Bosques de Yuli, a dos pasos de donde dejamos las cenizas de mamá, y vi a todos, a todos juntos, por primera vez en años. Vi los globos de la taimada e ilusionada sorpresa, vi las tortillas y las botellas y los vasos, pero sobre todo vi a papá resplandeciente, feliz como nunca desde hace tantísimo tiempo, conteniendo las lágrimas que se le escapaban de pura dicha. Nos besó y nos abrazó a todos como si acabásemos de nacer. Como si aquel festejo tan largamente maquinado, pero que para él fue un absoluto y súbito deslumbramiento, fuese lo que yo creo que en realidad era: un triunfo final e irrebatible, una victoria del amor largamente sembrado y cultivado sobre las malas hierbas del rencor y el desaliento. Una pura, irresistible, definitiva belleza que ninguno de los que allí estuvimos olvidaremos jamás.

Esto demuestra algo muy importante: sí es posible crear, cuidar y mantener una familia del tipo “tradicional”. El viejo y difícil esquema puede funcionar aún. Solo hay que saber cómo hacerlo. Y cómo cuidarlo, sin desánimos ni abatimientos. Ese ha sido, desde hace setenta años, el trabajo de mi padre. Y yo creo que está claro que ha tenido éxito.

No puedo saber cuánto tiempo llevaba papá preparando su discurso, al que llamamos irónicamente The King’s Speech. Seguramente mucho. Lo leyó muy bien (papá siempre ha leído muy bien, qué narices). No lo tengo aún pero lo recuerdo, cómo no. Allí, bajo los robles desde los que nos cuida mamá, dijo que nosotros, sus cinco hijos, éramos gente en la que se podía confiar, que es más de lo que se puede decir de la mayoría de la gente. Que las cuatro mozas que se arrimaron a ellos (el único single soy yo) son el verdadero e indispensable puntal de la familia. Y que los “nuevos”, los nietos que han ido llegando después “como resultado de tanto trajín”, son nobles, voluntariosos, alegres, generosos como mamá… y todos distintos. Eso es lo que más le importaba: que seamos capaces de convivir en y desde la diversidad; que hagamos el esfuerzo de querernos, de querer querernos, sabiendo que somos todos distintos.

 Y concluyó: “Ha merecido la pena conoceros”.

     No sé si era una despedida. Sonó como si lo fuese. Es posible que a papá no le quede mucho tiempo: son noventa años. Todos sabíamos allí que no será fácil organizar otro contubernio como el de este glorioso cumpleaños: algunos de nosotros vivimos lejos. Pero esa foto que ven ahí, esa foto perfecta en la que todo el mundo está –no parece: está, es– feliz, es un símbolo insuperable de lo que fuimos, de lo que somos y de lo que seremos en el futuro.

Una familia. Una familia grande, animosa, solidaria y movida por el motor interminable del amor. Yo, pesimista incurable, estaba equivocado en mis recelos: no los tendré ya más. Y bien que lo siento, pero André Gide también se equivocaba cuando decía que odiaba a las familias. Sería a la suya, y le compadezco por ello. A la mía, ustedes perdonen la presunción, no hay quien la odie, porque se ha construido sobre el cimiento largo, profundo e indestructible del amor.

Y eso no nos lo va a quitar nadie. Feliz cumpleaños, papi.

2 COMENTARIOS

  1. Como es habitual, magnífica crónica de un cumpleaños “anunciado”… Ni el mismísimo Gabo lo hubiese hecho mejor, es siempre un inmenso placer leer a nuestro querido Luis Algorri, amigo, “hermano” y maestro donde los haya.
    Digno hijo de tal padre.

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